Con el subtítulo de Dieciséis días de agosto, Oliver Hilmes subraya la brevedad del periodo que las presentes páginas resumen; páginas cuyo lugar (Berlín), y cuyo tiempo (1936), ya se nos ha dicho con anterioridad, pero cuya peculiaridad sólo conoceremos conforme nos adentremos en su lectura, acelerada y grata. Dicha peculiaridad no es otra que la celebración de las Olimpiadas en agosto del 36, y que el Reich utilizaría como forma de promocionarse ante el orbe. Aun así, la ambición de este Berlín, 1936 trasciende lo documental y supera, abrumadoramente, lo deportivo. Lo que quiere sugerirse en estas páginas -y sin duda se sugiere- es el intrincado cosmopolitismo que la capital germana disfrutaba en ese momento, y el modo en que esa mundanidad se ve amenazada por el rigorismo nazi.

Es inevitable pensar, al leer este Berlin, 1936, tanto en el Libro de los pasajes de Walter Benjamin, como en las páginas que Hessel dedicó a la metrópoli de aquella hora, y que se resume en sus Paseos por Berlín y su Berlín secreto. Tanto en uno como en otro es posible seguir la efervescencia, en cierto modo objetiva, que aquejó a las grandes ciudades, y que en breve se resolvería del modo más inesperado y cruento. ¿Inesperado, verdaderamente? Si hemos de hacer caso a los testimonios periodísticos de la enteguerra (Koestler, Camba, Chaves Nogales...), el crepitar nocturno de Berlín iba parejo de una colosal inquietud que era ya evidente para el observador foráneo. El mérito de Hilmes, en cualquier caso, es éste de convertir una foto en sepia en un vivo relato coreográfico. Son muchos los personajes, todos reales, que se estrechan en las calles y restaurantes de este Berlín ambicioso y monumental de Hitler y Albert Speer. Cuando llegue la ceremonia de clausura, los haces luminosos hendirán la noche de Berlín para asombro del mundo. De aquella "arquitectura de la luz", sin embargo, y de la supremacía técnica exhibida durante el campeonato, se derivaría el más gélido y criminal espejismo.