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Poética de la resistencia

  • Erri de Luca expresa en 'Historia de Irene' una reconfortante gratitud.

Erri de Luca (Nápoles, 1950) en una visita reciente a Barcelona.

Erri de Luca (Nápoles, 1950) en una visita reciente a Barcelona. / Efe

Se recogen aquí tres relatos de Erri De Luca cuyo nexo más obvio es el mar, su orilla napolitana, aquel mar de Plinio el Viejo, de Goethe, de Leopardi, de Carlos III, de Curzio Malaparte, de Colón y de Andrea Doria..., aquel mar, digo, que vive a la sombra del Vesubio y aún guarda el aire familiar de los antiguos, que bordeaban su costa hasta las columnas de Hércules, cuando no se conocía el beneficio y la magia de la brújula. Este mar mitológico, transfigurado ya por la cultura, es el que toma cuerpo en una joven en el primer relato, Historia de Irene, y el que servirá de lenitivo, de ayuda, de grave y silenciosa compañía, a los protagonistas de los dos posteriores. Y sin embargo, no es sólo el mar, un mar profundo y amistoso, aquello que une a estas tres historias de De Luca. Añadida a la presencia del mar, o asociada a ella, nos encontramos con cierta forma de gratitud que, para el lector habitual de Erri de Luca, no debe resultar extraña.

Qué gratitud es ésta que De Luca disemina o instila en sus relatos. Podríamos hablar de una gratitud impersonal. También de una virtud de carácter religioso. En ambos casos, probablemente, nos hallaríamos cerca de la verdad; y en ambos casos, quizá, nos estaríamos desviando imperceptiblemente. Por otro lado, podemos preguntarnos si es el panteísmo, el catolicismo o ese fondo hebráico que a veces asoma a la obra de De Luca, aquello que mueve al escritor hacia esta forma de reconocimiento. Y tampoco es posible descartar que sea el acervo común, la herencia milenaria, urdida sobre el Mediterráneo, lo que impulse estos relatos. Con todo, y sin prescindir de lo dicho, uno entiende que es un suceso de menor envergadura lo que aquí se nos revela. Y ese suceso es la posguerra italiana. Quienes conozcan la obra de De Luca (Montedidio, El día antes de la felicidad, etcétera), ya saben que es una Italia sureña, demediada, misérrima, la Nápoles de los 50-60, la que muestra su afligida existencia ante el lector. Y es este alentar de la escasez, hoy tan lejano, el que percute sobre la escritura de De Luca, no como reclamación, sino como ofrenda. Es, pues, en aquella Nápoles de su infancia donde el hombre, el niño que acaso fue De Luca, descubre, junto con la pobreza, la gratitud por los bienes recibidos.

Se comprende así ese optimismo áspero y sobrecogido de Erri de Luca, cuyo origen se halla en un deslumbramiento inicial, en la insólita, en la inesperada, en la fabulosa variedad del mundo. Es fácil citar aquí a otros autores que conocieron la adversidad y que celebraron, no obstante, el esplendor callado de las cosas. Me refiero, por ejemplo, a Camus, a Saroyan, a Ota Pavel, a Álvaro Cunqueiro. En todos ellos existe tanto una conciencia expresa del mal como la necesidad de conjurarlo, acudiendo a cuanto la vida nos otorga. Se trata, en puridad, de una regalía. Y como regalía, como don, es como De Luca dispone el mundo ante sus personajes. En el caso de los dos últimos relatos, es el propio mar quien ejerce de intermediario fabuloso entre la felicidad y el hombre. En el caso del relato de Historia de Irene, el mar se transfigura y se encarna, de alguna forma, en una adolescente. Éste es, con diferencia, el relato menos interesante de cuantos aquí se incluyen. Y lo es porque el recurso a la alegoría, desde los días de Samaniego, lleva implícita una simplificación, un carácter simbólico, que desfigura y reduce cuanto toca. No sabemos si el mar es esa magnitud caudalosa y benévola, martirizada por el hombre, que dice De Luca. Sí sabemos, no obstante, que el mar es la salvación o el descanso de los hombres perseguidos (perseguidos por la guerra, por la pobreza, por la desdicha), que protagonizan los dos últimos relatos. Ahí, De Luca vuelve a ser el escritor resolutivo, lírico y punzante, de viva humanidad, que conocemos.

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