Cultura

Revuelta y resignación

  • Visionaria como 'Berlin Alexanderplatz', esta obra de juventud de Jean Améry da cuenta del tiempo de crisis y tumultos que precedió al ascenso del nazismo.

Los náufragos. Jean Améry. Trad. Josep Monter y Ester Quirós. Pre-Textos, Valencia, 2013, 256 págs. 22 euros.

Con el libro en las manos, ya asalta la curiosidad, ¿cómo será la primera novela de Jean Améry, por entonces Hans Mayer, escrita justo antes de todo?; ¿cómo era por entonces el veinteañero, el hombre y el escritor que luego de Gurs y Auschwitz se convertiría en una de las voces más punzantes e intransigentes frente a la amnesia colectiva de los siempre interesados en pasar página? Pues un poco como cabría esperar tras haber leído sus otras ficciones y, sobre todo, sus inmisericordes ensayos: Los náufragos es la novela de quien nunca necesitó imaginación, del observador implacable que extraía tanto de la realidad circundante como de su propia vida (y en Améry eso también significa de su cuerpo y de la entraña más íntima, el pensamiento) los materiales de una obra que aquí enseña los firmes cimientos, por un lado una lógica severa (austeridad austriaca, wittgensteiniana), por otro su carácter digresivo, la regurgitación de un puñado de asuntos que son como obsesiones sometidas a la variación musical (la infancia, el contraste campo/ciudad, el judaísmo, las fallas y abismos del lenguaje, el asalto de lo irracional, las posturas de la resistencia, la tentación del suicidio).

Como es sabido, Améry se mató en Salzburgo, allá por 1978. Entre su legado quedaron unas 400 páginas tipografiadas, presuntamente escritas entre 1934 y 1935, que componen esta obra de juventud donde se ha querido ver un paralelo ficcionalizado de sus días de penurias laborales y precariedad existencial en la Viena del canciller Dollfuss, con el fantasma del nazismo inoculándose en la vida pública y el Anschluss titilando en el horizonte. Y si bien esto es cierto, lo que resulta más sorprendente y admirable de Los náufragos es precisamente todo lo que trasciende una determinada inmediatez, la facilidad con la que el joven Améry obtiene conclusiones de la humana conditio sin que su lápiz abandone el trazo claro y firme, el dibujo dolorosamente concreto. Así, en la historia del malhadado Eugen Althager, de su amante Agathe y su amigo Heinrich, en este relato de buhardillas asfixiantes, trajes deshilachados, cafés de mala muerte y prostitutas a la intemperie, pueden rastrearse trazos autobiográficos, reflejos de tiempos oscuros, violentos y desdichados, pero no cabe la estructura del aprendizaje, de la formación. Es decir, estamos ante una suerte de anti-Bildungsroman (y hay que recordar que Améry también es autor de Años de andanzas nada magistrales), muy lejos del recuento de etapas de revelación y renuncia que conforman los días de quien se abre a la vida y sus responsabilidades, pues aquí la narración se presiente inclinada desde el principio hacia su irremediable fin y los únicos puntos de fuga son las lagunas que agujerean la historia e incitan al vuelo reflexivo. Presenciamos, entonces, la primera muestra de un estilo que maneja con sabiduría el hecho y la información, sometidos aquí, como mucho más tarde en los ensayos de madurez (Más allá de la culpa y la expiación, Levantar la mano sobre uno mismo...), a una drástica economía, pues son los resortes que facilitan los paréntesis, los incisos ya rigurosos, ya irónicos, que serán la seña de identidad de la escritura de Améry, una donde los géneros literarios se presentan en taracea.

Filtrada por la herencia de la Nueva Objetividad y la influencia del Círculo de Viena, Los náufragos resulta el efecto de despojar de modernismos, polifonías y collages intertextuales al esfuerzo acometido por Döblin en su Berlin Alexanderplatz. Ambas son novelas visionarias que se enuncian desde un parecido desasosiego, un tiempo de crisis y tumultos que los autores supieron poner en perspectiva en aquellos terribles años. Hablamos de esa extraña frialdad a la hora de describir los descensos de Biberkopf y Althager dentro de sociedades zozobrantes a las que la mayoría de escritores (e historiadores) sólo han sabido enfrentarse cuando todo era ruina y trazo enterrado, buscando además en ellos verdades absolutas e infalibles esquemas de causa y efecto. Améry, más cerca en cuanto a su estilo de otros augures como Musil, Mann o Broch (autores de su particular formación autodidacta, que aquí traspasa a la de su protagonista), hace aquí acopio de excesos y faltas que, filtradas a través de su clarividente inteligencia, anuncian la debacle que se aproxima: la de Alemania, "teatro de la última concentración de las ideologías metafísicas", la de Austria, con sus "embrutecidos campesinos acurrucados en sus rincones y venerando al buen Dios"; pero también la de los cínicos y relativistas, la de los oportunistas, y, claro, la de los judíos, sobre los que se cierne un desprecio que ya se cifra en una violencia concreta, física. Con respecto a esto último, se esboza aquí, en dos momentos protagonizados por Eugen y Heinrich, uno de los grandes temas que persiguió a Améry durante toda su vida, el de la ignorancia de los seres humanos con respecto al dolor que sufren los demás. El escritor lo concentra en una poderosa imagen, la del hombre insomne y angustiado que pasa por la habitación donde sus padres emiten los inconfundibles sonidos del sueño, la respiración mecánica, el ritmo ajeno.

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