España en regional | Crítica

Nostálgicos al tren

  • En su libro dedicado a los trenes regionales el escritor Alfonso Vila propone un viaje por la red secundaria de la memoria, sin cuyos detalles no podríamos confiar en la memoria verdadera

Vista tomada por el autor desde el tren en el camino hacia Barcelona.

Vista tomada por el autor desde el tren en el camino hacia Barcelona. / Alfonso Vila

El reflejo del rostro sobre la ventanilla de un tren nos dice mucho sobre lo que somos. En este sentido confiesa Alfonso Vila (Valencia, 1970) que él es "un morboso buscador de estaciones abandonadas". Por la provincia de Soria hay más de treinta bodegones de la España muda: treinta estaciones olvidadas, treinta naturalezas muertas.

Por buena parte de Castilla sus llanadas, sus campos de grano, la monodia en definitiva de su paisaje nos va enseñando, como en otras regiones despobladas, el gran país de los espacios en blanco. "Uno viaja para eso, para llenar los espacios en blanco de los mapas. Y a veces decepciona, pero eso es también parte del viaje".

Este libro dedicado a los trenes regionales nos ha recordado de nuevo a Sergio del Molino y a su leidísimo ensayo La España vacía (se ruega no decir vaciada, que pretende crear ideología de conciencia). Asimismo, se nos ha venido a la mente el libro de Alfonso Armada, Carreteras secundarias, un estupendo cuadro de España a través de sus vías provinciales y comarcales.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Y si es por recordar, también hemos evocado las paseatas por España del último premio Nobel Peter Handke entre 1987 y 1990 (Ayer, de camino). Viajó siempre en autobús y en tren, y le gustaba echar a andar por campos y periferias fraternas junto a los tendidos ferroviarios. De la estación de Espeluy, recuerda que se alojó en una pensión, donde la familia dueña del establecimiento veía en ese momento París, Texas por la tele. En el bar de la estación de Linares-Baeza admiró la corrida de toros que ofrecía otro televisor. Estos detalles (o rarezas si se quiere) podrían haber aparecido también en el libro de Alfonso Vila. Porque son detalles secundarios que, como los trenes que aquí tomamos, forman parte de la otra red secundaria de la memoria. Si no fuera por estos detalles no podríamos confiar en la memoria verdadera ni hallaríamos consuelo con nosotros mismos. "Viajar sirve para hacer las paces con uno mismo", dice Vila.

El lector viajará y hará sus propias paces cuando sienta cómo discurre el lentísimo tren –"el de la Robla"– que circula entre León y Bilbao, atravesando hermosos parajes de la nada española. Recuerda Vila el proyecto ferroviario que pretendía ir de mar a mar, del Cantábrico al Mediterráneo, pero que quedó, como otras empresas desaforadas, en el olvido (como el tendido que quiso unir Jaén con Lérida).

Dejó de existir también el Transpirenaico, que hacía su ruta en paralelo a las moles nevadas. Queda hoy el recuerdo del tren hacia Canfranc, "el canfranero", cuya estación es hoy ruta obligada para traficantes de melancolías. Si hay un tren que muestra que España "es un continente en miniatura" por la variedad de su paisaje, este es el tren que va de Lérida a Barcelona. De los regadíos y frutales ilerdenses, se pasa a los campos de secano, con los picos al fondo de los Pirineos. Después, tras el desvío a Tárrega, el tren recorre la boscosa provincia interior de Barcelona, junto al Llobregat. Llega luego a Manresa, donde la industria textil aún refleja la hipoteca del pasado, hasta que el tren, como si el tiempo se reinventara, llega a la corona metropolitana de Barcelona. El silogismo del paisaje demuestra lo evidente. Si España "es un continente en miniatura", Cataluña es la miniatura de otro continente aún menor.

Estación de Campazas (León). Estación de Campazas (León).

Estación de Campazas (León). / Alfonso Vila

Leemos en el libro cómo el convoy que va de Barcelona a Puigcerdá atraviesa "con brutal empecinamiento" la sierra de Cadí (el punto de mayor altitud de línea férrea con 1.400 metros). Por el contrario, en plena ubre meseteña, el regional que deja atrás la provincia de Valencia y se adentra por Albacete y Almansa, no hace sino recorrer la llanada más extensa de toda España.

El AVE que hoy discurre por el desierto de los Monegros en Zaragoza nos parece una alucinación inoportuna. A estas alturas el lector se ha hecho ya al tiempo analógico, al antiguo régimen de las comunicaciones. Preferimos seguir fundidos en la lentitud de los viejos trenes, los que aún perviven y los que fueron clausurados (el olvidado desastre de 1985 acabó con 3.000 kilómetros de vías y 37 líneas deficitarias). Existieron en su día aquellos Ferrocarriles Secundarios de Castilla, entre ellos el "tren-burra", que como otras líneas achacosas atravesaban pueblos castellanos como el que Miguel Delibes reflejó en Las ratas. En la Castilla profunda se receló del tren. Los lugareños no querían que las líneas pasaran cerca de sus pueblos porque el pitazo y el humo de los trenes atemorizaban a las ovejas.

El tren en España da pie a novelas, como la de Luciano G. Egido, Los túneles del paraíso, que evoca la línea ferroviaria que antaño se levantó en La Fregeneda, en la frontera entre Salamanca y Portugal. El Orient-Express sí que nos parece una ficción de segunda. Preferimos nuestras historias, el misterioso relato del tren que perdimos.

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