'Los nombres epicenos' | Crítica

Amélie Nothomb: venganza, odios, patetismos

  • Con 'Los nombres epicenos', la autora belga demuestra que ha sabido prolongar el vigor de sus inicios y continúa escribiendo libros que estremecen

Amélie Nothomb (Etterbeek, Bruselas, 1967), en una visita a Barcelona en 2016.

Amélie Nothomb (Etterbeek, Bruselas, 1967), en una visita a Barcelona en 2016. / Marta Pérez / Efe

Hay escritores que sorprenden en sus comienzos. Otros, los que abundan, conocen el éxito con varias obras publicadas. Luego están unos pocos, recuerdo a Borges, por ejemplo, que escriben lo mejor de su obra en sus últimos años. A los del primer grupo, los años no les suelen sentar bien. Por lo general, pierden esa fuerza con la que irrumpieron entre lectores, y se disipa el entusiasmo de estos. Digamos que conocieron pronto la fórmula, y la repetición de esa mecánica tan sólo ofrece unas obras que podrán resultarnos excelentes, pero que siempre nos traerán el mismo libro (incluso peores libros). Amélie Nothomb es una autora de doble mérito: pertenece al grupo de esos escritores que empiezan jóvenes en la publicación y en el éxito y, por otra parte, nos sigue entregando novelas que estremecen y que nos enseñan ese hegeliano mundo al revés.

En Los nombres epicenos, novela publicada en Anagrama, con traducción de Sergi Pàmies, Nothomb explora la decadencia de la burguesía parisina, y quizá de cualquier burguesía. Nos describe la clase social desde un retrato un tanto ingenuo y estereotipado, aunque sin restarle una posible exactitud. La imagen es la que se supone: la frivolidad, la apariencia, las mecánicas relaciones sociales, los intereses personales, la comodidad, el trabajo como un epicentro de bienestar personal. En ese contexto, la novela arranca con una pareja que se despide: ella deja a él por otro con mejor posición social. Hacen el amor, han sido felices, pero la mujer ha conocido a quien la llevará a París a vivir la vida que ella quería. El hasta entonces amante queda despechado, y la autora desarrolla una interesante reflexión sobre el enojo.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

Siguen las páginas y aparecerán Dominique, una muchacha inocente y bobalicona, y Claude, un hombre lleno de virtudes que harán que Dominique se enamore de él tras la compra de un perfume. Puede sonar absurdo, simple, pero ese símbolo es el principio de un amor donde lo material, lo accesorio, tendrá categoría de sustancial, de esencial. Comienzan a desplegarse, con mucha discreción, las patologías de cada personaje, donde lo encantador siempre espera un reverso y donde la belleza es la trampa. Claude se lleva a Dominique a París, donde prosperan y donde nace Épicène, la hija del ya matrimonio. Nothomb nos deja referencias culturales a lo largo de la novela, referencias que conectan e inspiran la trama. Épicène es un nombre vinculado a la obra de Ben Jonson, un "famoso contemporáneo de Shakespeare". Qué inteligente resulta, por destapar el esnobismo, este párrafo de una conversación de la novela: "He ido al ayuntamiento a registrar el nacimiento de Épicène. Al principio el empleado ha rechazado el nombre. Le he explicado que procedía de Ben Jonson, no le ha importado. Entonces he atribuido la obra a Shakespeare y sí ha colado". Estas notas de humor amargo, que desenmascara la impostura, son constantes en la obra. Que nos retrata cómicos, pero quizá por excesos de patetismos. Somos tan frágiles, tan estúpidos.

Épicène nace. Dominique sufre terribles dolores en el parto. Pero la insistencia de su marido y su amor hacia él hacen que todo esto se olvide. Que se olvide de que casi muere. Es una mujer entregada, una mujer subordinada a la voluntad de un hombre de negocios que desea prosperar en el París de los años setenta. Son sugerentes, inteligentes y muy bien hilvanadas las imágenes que Nothomb nos ofrece de aquella época. De la obsesión por seguir produciendo riqueza, a pesar de cualquier adversidad: incluso de uno mismo. El retrato de Claude es el de un hombre egoísta, caprichoso, imprevisible. Como lo era aquella sociedad en la que se pretendía entrar: una sociedad que la autora detalla con clichés, pero también con precisión. Los valores de esa burguesía hipócrita y obsesionada con el dinero (y clasista, cruel, ruin) pueden ser los de cualquier clase. Se percibe ahí una crítica un tanto naif, adolescente. No obstante, con su dosis de verdad.

El argumento de la trama sigue entre sorpresas, odios, venganzas, patetismos. Entre unas vidas que nos enseñan el fracaso del éxito, pero no cuando se fracasa, sino cuando se consigue ese éxito tan deseado. Todos creen, tanto el padre, la madre y la hija, que están actuando según sus convicciones y según lo que ellos creen correcto. Aunque el lector sepa que tan sólo son excusas para salvarse a sí mismos. Hay gradaciones, y todo se comprende cuando se lee Los nombres epicenos, pero al final se incurre, tarde o temprano, en lo que no se debe. En ese individualismo deshumanizado entre las relaciones sociales, familiares, que destruyen cualquier núcleo de convivencia. Cualquier persona.

Nothomb retrata la burguesía con precisión. Su hipocresía puede ser la de cualquier clase

Hay un saludable efectismo en la trama de la novela: algunas situaciones inesperadas, otras, hasta cierto punto, previsibles. Y, sobre todo, buenas frases que nos harán reflexionar y leer con detenimiento: "Lo terrible no es ser infeliz, es que serlo no tenga ningún sentido". También aparecerán Reine, con quien uno de los protagonistas, no diremos quién, mantiene una de las conversaciones más intensas y determinantes de la novela. O Samia, una niña amiga de Épicène que funciona muy bien como contrapeso de la historia. Como esa orilla de París que no resulta tan chic. De la que hay escapar. De la que, como sea, hay que mudarse.

Desde el propio título, Los nombres epicenos, la novela de Amélie Nothomb está llena de imágenes, de simbolismo, de recreaciones. Puede engañar, como engañan sus personajes, a primera vista: la escritura tan depurada, los diálogos tan escuetos. Pero detrás, o delante, hay una historia repleta de signos y de referencias que nos llevarán a reflexionar sobre la condición humana, sobre sus enigmáticas claridades. Son nombres epicenos porque no se distinguen mucho entre sí. Porque todos sus personajes conviven en una sociedad donde la dominación, el placer propio, el egoísmo, lo material…, son la raíz de la convivencia, el sentido de ser en cada uno de sus mundos.

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