Brujas | Crítica

La brutalidad como conjuro

  • Debate publica el último ensayo de Adela Muñoz Páez dedicado a la figura de la bruja, a su persecución durante el XVII europeo, y al probable origen de su figura, todavía hoy viva en algunas zonas del mundo

La profesora y ensayista Adela Muñoz Páez

La profesora y ensayista Adela Muñoz Páez

En este ensayo de Adela Muñoz Páez se analiza un complejo fenómeno de la Era Moderna, como fue la quema de brujas que se dio, principalmente, en la Europa septentrional, y más destacadamente en Alemania y Suiza. De aquellos sucesos ha quedado una vaga -y equivocada- imagen de la Inquisición, como persecutora principal de aquellas mujeres, y también cierta idea romantizada de la brujería, bien asociada a una belleza trágica y altiva, bien a una formulación estética del mal, que andaba muy lejos de tales hechos, pero que será efectiva a partir de Heine y Los dioses en el exilio y, principalmente, a partir de La bruja de Michelet, quien al comienzo de su libro evoca el poema “La novia de Corinto” de Goethe, y en suma, un origen pagano de la brujería, cuya pervivencia habría llegado a nosotros -hasta aquel nosotros del XVII europeo-, en la forma degradada y humilde de unos conjuros, pócimas y ungüentos, combinados en viejas ollas y retortas.

La trágica notoriedad de la bruja se halla vinculada a las condiciones propias del barroco europeo

Quiere decirse, pues, que la profesora Muñoz Páez comienza ensayando una explicación a un hecho incontestable -el carácter, mayoritariamente femenino, de la bruja, que destacó Sprenger-, y en el que a la imagen adversa de la mujer, construida durante siglos, cabe añadir razones de naturaleza social, cultural y antropológica, que contribuyen a amonedar esta compleja y extraordinaria figura. Una figura, por otra parte, que guarda poca relación con las solemnidades del templo pagano, y cuya trágica notoriedad -según nos recuerda la autora- mantiene un estrecho vínculo con las condiciones propias del barroco europeo. ¿Qué condiciones son estas? Las condiciones que ya había destacado Delumeau en su El miedo en Occidente, como origen inmediato de la acusación de brujería: las malas cosechas, la enfermedad del ganado, la impotencia masculina o femenina, la muerte de la descendencia y, en suma, cualquiera de las crecientes adversidades domésticas que proporcionaba en abundancia aquel mundo: el mundo de las guerras de religión que abrumará con su violencia el XVII, y que vino agravado por una insólita aspereza climática, como hoy sabemos por Fagan y tantos otros, así como por Parker y Blom, quienes han dirigido su atención al abrupto nacimiento del mundo moderno.

En este mundo “caído”, cuyas infinitas culpas se enumeran al comienzo de la Anatomía de la melancolía d Burton y cuya radical desdicha conocemos por El Paraíso perdido de Milton, es donde la bruja canalizará, mortalmente, los temores de Europa. Hoy es costumbre pensar que los conocimientos de las brujas eran inferiores, y sin duda espurios, comparados con la ciencia de su siglo. Sin embargo, sea Paracelso o Newton, o una parte importante de la medicina del XVIII y XIX, sus dictámenes no resultaron menos supersticiosos y arbitrarios que los conocimientos “prácticos” de la bruja. Es esta practicidad de los conocimientos, por otro lado, sin el marchamo doctrinal de las aulas, la que alimentará la controversia científica del XVII -la teoría frente a la práctica- y cuya naturaleza ha resumido Rossi en Los filósofos y las máquinas. 1400-1700. A lo cual cabe añadir otro fenómeno, de importancia superior, y que se desprende, por ejemplo, de lo investigado en Caro Baroja y Lisón Tolosana: el carácter rural de la brujería, en el siglo que verá la vertiginosa explosión de las ciudades. Esto mismo lo encontraremos en la Historia nocturna de Ginzburg; y ya muy poetizado, como advertíamos antes, en la paganidad escondida de Heinrich Heine.

Es en tal sentido como podemos entender el impresionante papel del inquisidor Alonso de Salazar Frías, destacado por Muñoz Páez, cuyo sentido común y cuya razonable humanidad, evitaría la desdicha de buena parte de los procesados en los sucesos de Zugarramurdi. En Salazar Frías es el mundo urbano de la razón y el derecho quien recluye, para bien, el ámbito de la brujería a los límites de la credulidad, el miedo y la ignorancia. Y principalmente, al ámbito de la imaginación, de la fantasía enfermiza, el cual será uno de los nervios principales que atraviese el XVII, tanto como a los dos siguientes siglos. Esto implica que el concepto de lo sagrado, de lo demoníaco, que se atribuyó secularmente a las brujas, hasta hacerlas perecer por miles en la hoguera, morirá de algún modo con el razonar “claro y distinto” del inquisidor Frías.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios