'Estampas' de Antonio Núñez de Herrera | Crítica

Costumbrismo y vanguardia

  • En 'Estampas' se rescata, hasta donde es posible, la obra toda del periodista y escritor extremeño Antonio Núñez de Herrera, miembro postergado y malogrado del grupo Mediodía

Antonio Núñez de Herrera, con el número 8 en una de las cenas de 'Mediodía', junto a Porlán (12), Collantes de Terán (10), Laffón (7) y Sierra (4).

Antonio Núñez de Herrera, con el número 8 en una de las cenas de 'Mediodía', junto a Porlán (12), Collantes de Terán (10), Laffón (7) y Sierra (4).

Del trabajo conjunto del editor David González Romero, el historiador César Rina y el periodista José María Rondón ha salido esta breve "obra completa" de Antonio Núñez de Herrera, miembro del grupo Mediodía, cuya obra no gozó de tanta atención como la de otros compañeros de tertulia -Romero Murube, sin ir más lejos-, pero cuyos méritos literarios quizá merezcan esta segunda oportunidad que la Historia ofrece, como las aguas del olvido, también por vías y modos misteriosos. Dicha atención, sin embargo, cabría abordarla desde numerosos aspectos, el menos interesante de los cuales acaso sea la opinión que el propio Núñez de Herrera tuviera sobre el alcance y la intención de su obra.

Quiero decir que el vanguardismo de Núñez de Herrera, muy próximo a la arrebatada invención verbal Gómez de la Serna, hoy se confunde inevitablemente con las tradiciones a las que pretendía superar o combatir. Vista desde hoy, la atención prominente que Herrera presta al tema sevillano lo incardina, de modo obvio, en la amplísima corriente que, desde finales del XVIII, se interesó por el carácter popular, pintoresco, de sus costumbres.

Pero visto desde hoy, dicho enfrentamiento entre vanguardia y conservadurismo no era sino una última modulación, un nuevo acomodo de viejos temas, al mundo contemporáneo. El hecho mismo de que las vanguardias abordaran la risa, la conmoción, el espanto, la magia, l'amour fou, aspectos todos de lo humano irracional... El hecho mismo de que las vanguardias fueran, de algún modo, la última huella sensible de lo sacro, nos hacen ver esta controversia de Núñez de Herrera como una vuelta de lo mismo hacia lo mismo, pero por vía anfractuosa.

Recordemos aquella reunión de escritores de ultramar, en el París de entreguerras, cuando concluyeron que las vanguardias europeas no servirían para expresar la profundidad y el enigma del Nuevo Mundo. Aquellos hombres, Carpentier, Rómulo Gallegos, Miguel Ángel Asturias, estaban formulado, anticipadamente, lo real maravilloso. Pero también estaban exigiendo el concurso de la antropología, de la historia, de la religión, de la sociología, de las manifestaciones todas de lo humano, para dar cauce a la espiritualidad del hombre, cuando dicha espiritualidad parecía -y sólo parecía- haber sido vencida, definitivamente, por el cientifismo.

sabemos que las vanguardias dieron expresión (como antes el Romanticismo y el Modernismo) a las fuerzas vacantes que la Ilustración había dejado sueltas sobre el siglo

Hoy sabemos muy bien cuánto había de sino apocalíptico en el nacionalismo, el anarquismo y el comunismo de primeros del XX. Y también sabemos que las vanguardias dieron expresión (como antes el Romanticismo y el Modernismo) a las fuerzas vacantes que la Ilustración había dejado sueltas sobre el siglo.

De modo que cuando Núñez de Herrera cree estar robando al catolicismo la Semana Santa para entregarla a las costumbres, al rito, a la idiosincrasia de su ciudad, no hacía sino ofrecerla al altar de una religión más lata, más difusa, más científica y moderna. O para ser más precisos, no hacía sino ofrecerla a la Antropología y la Historia de las Religiones.

Así es como se entiende, en aquella hora que venteaba ya el desastre, que bajo el antifaz y el SPQR, el nazareno portara, según Herrera, las siglas de la CNT. En este sentido, no era la lucha de lo nuevo contra lo viejo, de la fe contra el progreso, sino una lucha de credos, una reformulación de la fe, sobre el cuerpo concreto de una ciudad, un ritual y un siglo.

Lo cual sirve para explicar, de igual modo, la propia figura de Núñez de Herrera, donde a su costumbrismo inverso, se une el carácter social y el credo republicano de sus artículos. No hay, repito, contradicción alguna, en este modelar nuevamente los clichés de la ciudad, frente a la ambición porvenirista de su poesía y de sus escritos políticos.

Ambos fenómenos respondían a un vector de su época donde la masa y ciertas fuerzas irracionales, exhaustivizadas por las vanguardias artísticas: el miedo, la muerte, el sexo, la violencia... adoptaron formas distintas, y no siempre felices. En ese turbión fascinante y equívoco, donde lo nuevo y lo viejo se auscultaron con concupiscencia, es donde hay que sentar, en un lugar soleado y honroso, al extremeño Antonio Núñez de Herrera, muerto en el dorado crepúsculo juventud, un año antes de que España volviera a su acostumbrado, a su tradicional vértigo homicida.

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