La furia de la lectura | Crítica

Los malvados también leían

  • Joaquín Rodríguez se pregunta en 'La furia de la lectura', un libro editado por Tusquets, por los beneficios que este hábito sigue aportando en el siglo XXI

Una joven lee un libro en un autobús urbano.

Una joven lee un libro en un autobús urbano. / Ruesga Bono

Este libro no es lo que aparenta por su arrebatado título. De entrada nos parecería un vigoroso elogio de la lectura, un canto hímnico a los libros como ética y estética para la vida. Si comparamos el volumen de Joaquín Rodríguez con otros ensayos dedicados al libresco asunto, en nada se parece a títulos como Historia de la lectura de Alberto Manguel o como el de Irene Vallejo con su actual y exitoso El infinito en un junco.

El propósito de Rodríguez con La furia de la lectura se deduce del subtítulo que se ha escogido como letra pequeña: Por qué seguir leyendo en el siglo XXI. Quiere decirse, pues, que estamos ante un ejercicio de autocrítica lectora, individual y comunitaria, que se adentra en los diversos meandros del acto de leer, que busca respuestas actuales –y no adhesiones buenistas– al supuesto beneficio que hoy por hoy sigue trayendo consigo la lectura tradicional. El autor confiesa ser un bibliópata. Pero el frenesí lector no lo ha convertido en un émulo locuelo de Alonso Quijano o de aquel patético Kien creado por Canetti en Auto de fe.

Decía Heine que "cuando se queman libros, acabarán quemándose personas". En efecto, eso mismo es lo que ocurrió entre sus paisanos bajo la Alemania nazi. Algunos jerarcas de la esvástica fueron finísimos lectores (entre ellos el doctor Goebbels, crítico estimable y autor del eslogan de 1934 Con el libro al pueblo). Los nazis quemaron libros y hasta personas en los hornos crematorios mientras que, al alimón, se creaban las llamadas bibliotecas del frente para solaz de los soldados (27.000 bibliotecas y 8’5 millones de libros editados en 1940). Lógicamente, aparte de loar y cribar a los grandes autores alemanes, la propaganda nazi favorecía el canon de una literatura que reafirmaba el ideal supremacista. "Las humanidades no humanizan", dijo Steiner.

Confiesa Rodríguez que este libro ha sido escrito como homenaje y deuda contraída cuando en su día leyó La escritura o la vida de Jorge Semprún. Como es sabido, Semprún padeció el horror de los campos de concentración. No obstante, aun en medio del infierno, la biblioteca del campo de Buchenwald, cercano por cierto al Hausgarten de Goethe, le sirvió de carnadura para seguir siendo un hombre y no un despojo.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

En la Grecia clásica, raíz de la cultura occidental, sus más egregios filósofos detestaban la lectura. Los textos se escribían para el deleite de la oralidad, para el diálogo, la declamación y el teatro en imponentes espacios como el de Epidauro. Sócrates aborrecía el texto escrito y la controversia la heredaron Platón y más tarde Aristóteles (curiosamente el mentor de Alejandro, príncipe de las bibliotecas).

La lectura como discutible acto político tuvo como exponente a Jean Paul Sartre. En sus años de infancia y mocedad se convirtió en un desaforado lector de novelas. Pero la desilusión por la literatura le llegó cuando no pudo refrenar al activista político y comprometido que acabó habitándolo. El citado George Steiner, a menudo provocativo, decía que la lectura era prescindible: los pueblos tienen necesidad de cantar y bailar, pero no de leer. Diremos que ambos deleites son compatibles. Pero si hubiera que elegir dramáticamente la humanidad optaría por la música como la más excelsa y variada expresión de contento entre semejantes.

Llegados a este punto, el improbable lector se preguntará si La furia de la lectura es una ironía para cazar a incautos y a inocentes amantes de los libros. No, no lo es. Rodríguez, antropólogo cultural, nos habla de los estudios científicos realizados acerca de la afectación neuronal entre la lectura tradicional y la digital. ¿Dicotomía o convergencia forzada? ¿Emotividad o racionalidad? Está demostrado que la musculatura del cerebro crece ante la lectura de un texto sobre una página impresa frente a la lectura dispersa y tornadiza sobre dispositivos digitales. Otros estudios también demuestran que la lectura tradicional reduce el estrés y resulta ser un paliativo contra la tenebrosa tarjeta de visita del señor Alzheimer.

Pero ni leer ni el deleite por la lectura y la literatura es algo natural en el hombre: requiere una cuota de sacrificio. ¿Cómo seducir a la lectura impresa al homo videns y a los hijos mayoritarios de la era digital? Rodríguez pone en solfa las bobas campañas de animación a la lectura por parte de los gobiernos. Evoquemos aquel lema Más Libros, Más Libres de la Junta de Andalucía de hace ya unos años. Los nazis demostraron que a menudo los libros no nos hacen más libres, sino más serviles.

Entre otras preguntas abiertas –de hecho el libro está lleno de preguntas para el debate–, Rodríguez reflexiona sobre la consabida tensión que se deriva entre el propio acto de leer como suprema estética de la individualidad y, a la vez, como ejercicio y como compromiso en comunidad. En el siglo XXI, dicha tensión es hoy una cabeza bífida. Quizá no importe ya ni el soporte en que leemos.

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