Cultura

Una historia de la inmolación

  • Ramón Andrés recorre en este excelente ensayo la historia del suicidio en la historia de Occidente y su modulación cultural a lo largo de tres milenios.

SEMPER DOLENS. HISTORIA DEL SUICIDIO EN OCCIDENTE. Ramón Andrés. Acantilado. Barcelona, 2015. 512 páginas. 24,90 euros.

Wittkower, en su Nacidos bajo el signo de Saturno, dedica un capitulo al suicidio de los artistas modernos, para concluir que los artistas se comportan de un modo más normal que la gente común. También Klibansky, Saxl y Panofsky, en su extraordinario Saturno y la melancolía, abordan el estrecho vínculo de esta dolencia, de esta magnitud en evolución, con el arte y el suicidio. Quiere decirse que el suicidio, como hecho humano, como fenómeno histórico, no ha sido ajeno al interés erudito, como lo prueban tanto el Biathanatos de Donne como la colosal Anatomía de la melancolía de Robert Burton, donde se da noticia de esta vieja propensión del hombre, cuya significación, no obstante, ha variado sustancialmente a lo largo de los últimos veinticinco siglos. De este diverso concepto del suicidio, de esta variable consideración del suicida, trata la excelente obra que Ramón Andrés presenta bajo el título de Semper dolens y que pretende ser, con razón, una Historia del suicidio en Occidente.

Habría que hacer, en cualquier caso, una acotación previa: Semper dolens no es sólo una historiografía del suicidio, no es sólo una crónica de sus manifestaciones históricas. Más allá de su orden y su cronología, en sus páginas se incluye tanto una explicación antropológica del suicidio, como el comentario de comportamientos afines, entre los cuales cabe destacar los sacrificios masivos -la palma del martirio- que Santiago de la Vorágine recoge en La leyenda dorada y cuyo triunfo dará fin al mundo Antiguo. Partiendo, pues, de esta evidencia histórica (la práctica del suicidio desde el albor del hombre), Andrés acude a los numerosos testimonios que nos ha legado la literatura clásica, así como el antiguo Egipto, la mitología sumeria y el imaginario judeo-cristiano, para acotar la significación humana, el matiz religioso y la consideración social que el suicidio ha tenido en las civilizaciones previas a la era cristiana. Gracias a esta nueva consideración, derivada en parte del magisterio de Agustín de Hipona, el suicidio pasará a conceptuarse como el más abominable de los actos. Y no sólo por la sólida iconografía asociada al trágico final de Judas, sino por el doble influjo del mandato de Yavhé ("No matarás") y la pertenencia del hombre -de su cuerpo, de su alma, de la completa extensión de su vida- a la Divinidad.

Habrá de pasar mucho tiempo, pues, para que el suicidio disfrute de una suerte de prestigio inverso, relacionado con el orbe de las pasiones. Como el lector no ignora, Las penas del joven Werther no sólo pusieron de moda los pantalones amarillos y la casaca azul; también propiciaron una ola de suicidios en la Europa del Sturm und Drang, vinculados a los infortunios amorosos. Antes de llegar a este extremo, a esa liberalidad estremecida e infausta, el XVI ha vuelto a encontrar en el suicidio un práctica venerable y honrosa, pareja a la de los autores clásicos. Algo más tarde, el XVII hallará en la muerte una forma, quizá la más apetecible, de descanso. Y tampoco el XVIII aprobará el suicidio, por cuanto supone apropiarse de unos recursos destinados a la mejora y perfección de la sociedad ilustrada. Será, pues, el XIX quien abra la sima psicológica para relacionar el suicidio tanto con la clínica, con la anomalía mental, como con el genio artístico. Una relación, por otra parte, aún hoy vigente, a pesar de que el existencialismo haya querido ver en el suicido un gesto de soberanía, una última vindicación del esplendor agónico de la existencia.

En este sentido, Ramón Andrés recuerda tanto la obra de Freud y su "pulsión de muerte", como la de Camus y el problema filosófico del suicidio. De los escritos de Camus se deriva un concepto problemático de la propia vida, que debe ponerse en relación con la posguerra europea; de la terminología freudiana, extraída de la guerra del 14, se deduce un invariante humano que impele al hombre tanto al martirio, tanto a la inmolación, como a una inusitada ferocidad para con otros miembros de la especie. En buena medida, este Semper dolens de Andrés no hace sino mostrar esta vocación paradójica de la especie y su modulación cultural a lo largo de tres milenios. El suicidio se nos ofrece entonces como una flor aciaga y salvadora, donde el hombre encuentra su frontera última, su idea de lo tolerable, su amargo abrazo con la vida.

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