Escritor tardío y renuente, abonado a un madrileñismo que continuó la tradición costumbrista en un registro menos florido y acartonado de lo habitual, Antonio Díaz-Cañabate debió buena parte de su celebridad a las crónicas taurinas –también ejerció como crítico de teatro– que en palabras de Joaquín Vidal renovaron el género al sustituir por un análisis objetivo e imparcial, admirable por su rigor y su capacidad de síntesis, el lenguaje estereotipado y complaciente de los gacetilleros paniaguados. En su juventud había sido, como afirma Marino Gómez-Santos en el prólogo a la reedición de su exitosa Historia de una tertulia (1952), el "clásico señorito mal estudiante de Derecho", pero el azar, su gran amigo y valedor José María de Cossío y el periodista Luis Calvo lo orientaron a lo que él famosamente llamaría el "planeta de los toros".
Como la que dedicó a la taberna de Antonio Sánchez en 1944, esta otra Historia fue un libro muy leído, singular y a la vez característico de una época, la dura posguerra, que aparece reflejada desde la amable perspectiva –poco convencional, pero indudablemente conservadora– de las clases que sostuvieron el nuevo orden franquista, aunque ni su autor, un nostálgico del tiempo viejo que se definía como "superviviente del siglo XIX", ni la mayoría de los personajes que desfilan por sus páginas, literatos, eruditos, artistas, abogados, médicos o gentes del toro, se ocuparon demasiado de la política. Concebido a la mayor gloria de Cossío, que con Díaz-Cañabate y Emilio García Gómez formaban una especie de triunvirato, el recuento da entrada a muchos otros escritores como Eugenio d'Ors, Gerardo Diego o Edgar Neville, a artistas como el maestro Rodrigo, el escultor Sebastián Miranda o el pintor Zuloaga, a toreros como Belmonte, Rafael El Gallo o Domingo Ortega. Amante del anecdotario, el cronista usa de un humor castizo, aunque moderadamente irónico y por ello –por el escepticismo de fondo que se trasluce en la mirada del observador– más inteligente de lo que parece a primera vista. Es fácil censurar desde la sensibilidad actual aquella forma de sociabilidad masculina, el café, copa y puro, pero tampoco cabe ignorar que el espíritu hedonista que movía a los tertulianos, como ya señalara Umbral, representó un oasis de civilización en aquella España arrasada.
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