Cultura

La infancia desdichada

  • 'EL TESTAMENTO DE UN BROMISTA'. Jules Vallès. Trad. Luis Eduardo Rivera. Periférica. Cáceres, 2016. 96 págs. 12 euros.

Hay toda una literatura dedicada a la infancia. Una literatura cuya exploración comienza, no en el XVIII/XIX de Rousseau y de Dickens, sino al inicio mismo de la modernidad, cuando Lázaro de Tormes abre la infortunada senda de estos pequeños héroes, valerosos y heridos. El testamento de un bromista es un ejemplo más, pero un ejemplo extraordinario, del interés que el arte ha demostrado, desde entonces, por el destino de la infancia. Un interés que se vio acrecentado por la moderna institución de colegios y orfanatos en tiempos de la Ilustración; pero cuyo origen quizá haya que buscar en el retrato de la intimidad burguesa que acometieron, cada uno a su modo, románticos e ilustrados.

Una intimidad mezquina, brutal y ordenancista es la que Vallès acuña en estas breves estampas de la Francia de 1869. No se trata, aun así, del cruel desvalimiento en que se hallaron los personajes de Dickens y Edmondo de Amicis; o de la abrumadora soledad que padecieron, en un Londres húmedo y vertiginoso, los hermanos De Quincey; y tampoco del perverso adoctrinamiento que infligirá Sade a sus víctimas. La desdicha que atañe al joven Vallès es la propia de una familia áspera y sin afectos, pero que sin embargo guarda una apariencia de humanidad y decoro, acorde con su clase. En el interior del hogar, sin embargo, el niño Vallès sólo recabaría una violencia inicua y deliberada y un alimento escaso. Escrito con un duro y conmovedor desapego, El testamento de un bromista es también el relato de una conversión y de una forja: la forja de un muchacho, fortalecido por la brutalidad de sus padres, y la resuelta conversión de un niño a la causa de los desfavorecidos. No en vano, el Vallès adulto sería un destacado agitador social, vinculado a la Comuna. Y es probable que fuera esa vida de privaciones y sobresaltos -la vida del conspirador exiliado y del panfletario- la que precipitara su muerte en febrero de 1885.

En el principio, sin embargo, fue el niño. Y el niño que Vallès recuerda en estas páginas ha sustanciado ya su dolor, ha diluido su cólera, en una adusta y melancólica grandeza.

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