El infinito en un junco | Crítica

Una patria de papel

  • El cuidado ensayo de Irene Vallejo sobre la invención de los libros en el mundo antiguo aúna la voluntad pedagógica y la calidad literaria a la hora de reconstruir un itinerario fascinante

Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) es doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia.

Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) es doctora en Filología Clásica por las universidades de Zaragoza y Florencia.

Escrito por una doctora de Clásicas que se ha distinguido en el terreno de la divulgación, El infinito en un junco es un libro hermoso y bien concebido que logra su propósito de contar una historia de muchos siglos en pocos cientos de páginas, aunando la sensibilidad y el criterio con la capacidad narrativa y una idea de la pedagogía que no rebaja la materia de la que trata. Su originalidad se pone de manifiesto en la estructura digresiva, con eventuales apelaciones al lector, a quien Irene Vallejo se dirige en segunda persona, y en el frecuente uso de reflejos y referentes contemporáneos que aportan luz retrospectiva. Esto último no deja de tener sus riesgos, como prueban otros intentos menos felices y fructuosos, y el talento de la autora se hace especialmente visible cuando introduce sus propias vivencias –por ejemplo al tratar de sus experiencias en el caprichoso e intrincado universo de Oxford o de sus recuerdos de niña con ocasión de la ignominiosa destrucción de la Biblioteca de Sarajevo, que llenó de melancolía y mariposas negras el cielo de la ciudad asediada– o interpola en la narración numerosos episodios –muy alejados en el tiempo, pero no en el espíritu– del largo itinerario que se remonta a la legendaria neápolis fundada por Alejandro junto al delta del Nilo.

El libro es una muestra excelente de cómo puede despertarse en los lectores el interés por la Antigüedad

El apasionado ensayo de Vallejo trata de la invención de los libros, como anuncia el subtítulo, pero es también una historia del helenismo que a través del comercio, la educación y el mestizaje condujo al mundo habitado a una "globalización primitiva", de la lectura y de su mágica cualidad para transmitir el legado de las generaciones, de los amantes y los enemigos de la literatura y el conocimiento, de los modos en que la censura trató de obstaculizar la difusión de las ideas peligrosas, de la ardua labor de los amanuenses que conservaron la sabiduría de los antiguos antes de la invención de la imprenta, de las bibliotecas donde sus impulsores soñaron con acumular –y lo consiguieron, por los testimonios coetáneos, en una medida no desdeñable– las enseñanzas de la humanidad en todas las lenguas conocidas. La bella imagen del título remite al junco de papiro como el material –un "bien estratégico", del mismo modo que la piel curtida o "el coltán de nuestros teléfonos inteligentes"– que hizo posible el decisivo paso de las frágiles y efímeras tablillas de barro a los rollos o volúmenes, soporte habitual de la escritura hasta la tardía extensión de los códices de pergamino.

Recreación artística (1876) del interior de la Biblioteca de Alejandría. Recreación artística (1876) del interior de la Biblioteca de Alejandría.

Recreación artística (1876) del interior de la Biblioteca de Alejandría.

Enfrentando el olvido y las barreras lingüísticas, los alejandrinos nos hicieron cosmopolitas y memoriosos

La secular y fascinante historia de la Biblioteca de Alejandría y del Museo asociado, que fue el primer centro de investigación integrado por profesionales y sentaría las bases, extraídas de la entonces revolucionaria filosofía aristotélica, de la filología y otras disciplinas, al tratar de sistematizar en todo su vasto ámbito "los caminos de la invención y las rutas de la memoria", es el centro de gravedad del ensayo, del que parten otras muchas historias vinculadas. Recorremos en particular el trayecto que va desde Demetrio de Falero, el primer bibliotecario, hasta las tres destrucciones documentadas, atribuidas en los dos últimos casos a los fanáticos cristianos –durante los tumultos que condujeron al asesinato de Hipatia– y después a los jinetes del primer Islam, conforme a una secuencia que no está del todo clara. Tanto en la etapa fundacional de los Ptolomeos, cuando Egipto conservaba su autonomía de reino helenístico, como en la posterior de época romana, con el país de los faraones ya adscrito al Imperio, las instituciones alejandrinas fueron el verdadero faro –la imagen resulta inevitable, tratándose de la ciudad que albergó la séptima maravilla– del que irradió la cultura antigua.

Como libro de divulgación, El infinito en un junco es una muestra excelente del modo en que los especialistas sin prejuicios pueden despertar en los lectores no académicos el interés por la Antigüedad, pero el relato de Vallejo, por las razones antedichas y otras como la agilidad del discurso, su desenvoltura a la hora de encadenar o sobreponer las perspectivas o su deseo de conceder protagonismo a los personajes anónimos de la Historia, adquiere una dimensión literaria que trasciende el mero recuento. Y lo hace también por su intención de fondo. Enfrentando el olvido, la infecunda mentalidad chovinista y las múltiples barreras lingüísticas, los eruditos alejandrinos nos hicieron "traductores, cosmopolitas, memoriosos". Aunque en las modernas lenguas europeas la palabra deriva del griego papyros, no existió en el mundo antiguo el papel propiamente dicho, que llegaría más tarde de China, pero hay que asumir la etimología cuando la autora habla de una "patria de papel para los apátridas de todos los tiempos". Con o sin los soportes impresos, a ella pertenecemos y en ella seguimos viviendo.

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