El jardín de los frailes | Crítica

Un sabor de ceniza

  • Reeditada un siglo después de su publicación por entregas, la primera novela de Azaña evoca los años de formación y prefigura su paso del regeneracionismo a las posiciones radicales

Manuel Azaña (1880-1940) fotografiado por Alfonso en 1929.

Manuel Azaña (1880-1940) fotografiado por Alfonso en 1929.

La tan citada maldad de Unamuno, referida a "un escritor sin lectores" que habría sido capaz de hacer una revolución para tenerlos, resulta doblemente injusta en relación con la obra de Manuel Azaña –acaso poco leída, pero no por ello menos interesante– y sobre todo con su temperamento político, pues como bien sabían sus contemporáneos el político alcalaíno no era un hombre que simpatizara con las masas revolucionarias. Pero es verdad que Azaña no tuvo muchos lectores y podría decirse que como político, una vez que llegó a la presidencia de la Segunda República, casi en vísperas de la Guerra Civil, tampoco tuvo muchos partidarios, por desgracia para la República y desde luego para los españoles. Es sin embargo indudable que don Manuel, jurista de formación, tuvo una vocación literaria genuina, aunque la cultivara por temporadas, y los siete volúmenes de sus Obras completas, reunidas por Santos Juliá, están ahí para desmentir la fama de diletante que difundieron sus adversarios. Decenas de artículos, discursos y conferencias dan fe de su reconocida capacidad crítica y oratoria, pero lo mejor de su contribución se concentra en unos pocos títulos: La invención del "Quijote" y otros ensayos (1934), donde recogió su original interpretación de la obra cervantina; las Memorias y los Diarios, incluyendo los famosos "cuadernos robados", en los que contó con inusual franqueza su experiencia del poder desde la primera línea, y especialmente La velada en Benicarló (1939), el impresionante testamento del político desengañado. A ellos habría que sumar su tardía primera novela, El jardín de los frailes, que coincidiendo con el centenario de su aparición ha sido reeditada por las editoriales Nocturna y Drácena, una obra narrativa que entra también en el terreno de lo autobiográfico pero aspira sobre todo a ser literatura.

La novela se vincula a una tradición que entronca con los predecesores del 98

Dedicada a su íntimo amigo y futuro cuñado, el también escritor y dramaturgo Cipriano Rivas Cherif, la novela fue publicada en volumen en 1927, pero buena parte de su contenido –los doce primeros capítulos de un total de diecinueve– había sido avanzado por una edición seriada (1921-1922) de la revista La Pluma, fundada y codirigida por Azaña y el propio Rivas Cherif. Poco antes de que apareciera la edición definitiva, el también antiguo director del semanario España, cabecera en la que sucedió a su fundador Ortega y a Luis Araquistáin, había ganado notoriedad gracias al Premio Nacional de Literatura por Vida de don Juan Valera (1926), aunque la obra quedaría inédita. En esos años, los de la dictadura de Primo, Azaña buscaba refugio en la literatura a la vez que reconducía su militancia a la acción republicana, sin sospechar todavía que acabaría desempeñando un papel de primer orden en la vida política nacional. Como señala Prieto de Paula en su excelente prólogo a la edición de Drácena, se hace difícil no leer El jardín de los frailes a la luz de esa resonancia posterior, pero la obra –entre la novela de formación y la novela pedagógica– se vincula a una tradición que entronca con los predecesores del 98 y funciona como novela al margen de su condición de testimonio.

El narrador combina la sintaxis impecable con resabios de prosista decimonónico

En palabras de Azaña, su libro refiere el "primer encuentro de un mozo con lo grave y lo serio de la vida", aunque se diría que el innominado protagonista no ha conocido nunca la ligereza. Un cuarto de siglo después, el narrador evoca sus estudios de Derecho con los agustinos de El Escorial, sumando al relato de las peripecias del joven –o del niño en la casa familiar, marcado por la presencia de la muerte y su precoz afición a la lectura– las impresiones del ensayista maduro, reflejo de un ideario regeneracionista en tránsito hacia posiciones radicales. La cuestión religiosa, la social y la nacional –Azaña acabó la licenciatura en el año del Desastre– se sobreponen en la denuncia de una educación disciplinaria y anclada en el pasado, incapaz de proyectar los estímulos necesarios. Los rigores del "aula hostil" y la "pesadumbre del encierro" tiñen la narración de tonos lóbregos, una atmósfera asfixiante que se opone a las delicias naturales del ameno jardín del título. Pese a su estilo grandilocuente, que combina la sintaxis impecable con resabios de prosista decimonónico –con razón se ha dicho que los diarios de Azaña, donde la afectación es menos acusada, contienen lo mejor de su escritura–, la narración ofrece un lúcido diagnóstico, más sugerido que expreso, y no pocos pasajes emocionantes. Los "albores de la vida moral" se presentan como la prehistoria del hombre que nace tras rebelarse contra el mundo oscuro. Cuando el antiguo alumno vuelve a El Escorial y un fraile le pregunta por sus recuerdos, aquel le responde: "Me queda un sabor de ceniza".

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios