Muere Javier Marías

Devociones marianas

  • Descubrir el universo literario de Marías fue, para los de mi generación, la epifanía de encontrar quien en nuestra lengua desarrollaba el pensamiento literario tal y como deseábamos hacerlo

Javier Marías, en su ingreso en la RAE.

Javier Marías, en su ingreso en la RAE. / Víctor Lerena / Efe

Leímos Todas las almas el verano de 1993, ya en su edición de Compactos Anagrama, esa colección cuyo único "pero" era que las hojas se despegaban del lomo. Clare Bayes, Cromer-Blake, Toby Rylands, sus protagonistas, como ocurre en las grandes ficciones, se convirtieron inmediatamente en compañeros imaginarios, esos fantasmas de los que tanto gustaba hablar a su autor y que constituyen una presencia tan real y viva como la de los mortales que nos rodean, pero que nos dan mayor satisfacción por su capacidad de hacernos soñar y por la imposibilidad de plantearnos conflictos, debido a su condición de personajes imaginarios.

Descubrir el universo literario de Marías fue, para los de mi generación, la epifanía de encontrar quien en nuestra lengua desarrollaba el pensamiento literario tal y como deseábamos hacerlo. Exceptuando Los dominios del lobo –la novela que publicara con 19 años y que es una auténtica secuencia cinematográfica, una road-movie vertiginosa–, toda la novelística de Javier Marías, desde Corazón tan blanco a la postrera Tomás Nevison, es un discurrir divagatorio por los pliegues de lo más profundo del ser humano. No en vano una de sus novelas más autobiográficas se llamó Negra espalda del tiempo, pues su indagación se adentra en el envés y la oscuridad de las relaciones humanas y de la historia. Sus reflexiones al hilo de la ficción, sus continuas digresiones, eran para nosotros como un baile intelectual, como un vals hipnótico y, por qué no reconocerlo, seductor, que hacía que cada vez que terminábamos una de sus novelas lamentáramos tener que esperar aún tres años (o los que fueren) hasta que publicara la próxima. A esta afición a las reflexiones en voz alta –o baja– de sus protagonistas, se añadían no pocas veces escenas hilarantes como la de los profesores oxonienses en el comedor de All Souls o aquella otra del hipódromo madrileño plagado de tocados a lo Ascot.

Javier Marías, además, nos traía en sus novelas un mundo extranjero muy atractivo para muchos de nosotros, criados como lectores en la mal llamada peyorativamente literatura castiza. Todo un universo anglosajón de librerías de viejo, espías del MI5, colleges universitarios, fetiches literarios adquiridos en subastas y, sobre todo, Shakespeare, mucho Shakespeare. Junto a todo ello Marías fue, en sus palabras, un "ser sin hijos", que pudo encarnar "siempre y sin mezcla la figura filial o fraterna, las verdaderas, las únicas a las que estamos acostumbrados, las únicas en las que estamos o podemos estar instalados naturalmente desde el principio", y como tal honró a su padre y a su madre (Dolores Franco, hija de la abuela aquella cubana de la que Marías hablara tantas veces), pero especialmente al primero, el filósofo Julián Marías, en su trilogía Tu rostro mañana (Fiebre y lanza, Baile y sueño y Veneno y sombra y adiós), aquel padre que siempre le invitaba a saber más, a estudiar más, a no quedarse satisfecho con lo hecho o aprendido. Se diría que Marías hizo cumplido caso a su progenitor, y su obra fue un continuo ir más allá en las posibilidades de la ficción.

Quizá el más original y divertido fruto de este amor por la fabulación, de este gusto por la excelencia y el humor, fue su creación del Reino de Redonda, por supuesto de la editorial, pero sobre todo de ese lugar imaginario en el que hoy –ríanse ustedes de las exequias a Isabel II–, estarán rindiéndole pleitesía todos sus nobles amigos y demás títulos y honores, a Xavier I de Redonda. Requiescat in pace.

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