La Historia empieza en Sumer | Crítica

El libro de las primeras cosas

  • Alianza reedita, en su versión ampliada, 'La historia comienza en Sumer', extraordinaria obra divulgativa y documental del sumerólogo ucraniano Samuel Noah Kramer

Imagen del sumerólogo ucranio-estadounidense Samuel Noah Kramer (Zhashkiv, 1897-Filadelfia, 1990)

Imagen del sumerólogo ucranio-estadounidense Samuel Noah Kramer (Zhashkiv, 1897-Filadelfia, 1990)

Libro de extraordinaria relevancia, La Historia empieza en Sumer ha conocido tres ediciones en España, desde su aparición en 1956, y ahora vuelve a presentarse ante el lector en su versión completa, con el añadido de doce capítulos que no se incluyeron antes de 2010. Se forman así estos “39 primeros testimonios de la historia escrita”, cuyo interés no es solo el obvio que se indica en el subtítulo -los primeros documentos escritos de la Historia-, sino el propio de una civilización cuya existencia se ignoraba hasta comienzos del XX -Sumeria-, así como la peripecia humana del autor, Samuel Noah Kramer, quien llegó a Estados Unidos en 1905, desde su Ucrania natal, huyendo de los progromos antisemitas que se dieron bajo Nicolás II, y que se convertiría en uno de los grandes especialistas en este mundo perdido.

En el siglo XVII, García de Silva y Figueroa identificó Persépolis y la escritura cuneiforme

Como el propio autor explica en su Introducción, no es sino de un modo azaroso y un tanto errático como llegará a convertirse en sumerólogo, gracias al creciente conocimiento de la escritura cuneiforme y la gramática sumeria. Recordemos al lector curioso que fue un embajador español, García de Silva y Figueroa, quien viajó a Persia, muy a comienzos del XVII, por orden de Felipe III, y donde no solo identificó las viejas ruinas de Pérsépolis, sino que atribuyó certeramente una función idiomática a la grafía cuneiforme. No será, sin embargo, hasta su laborioso desciframiento, cuando comience a emerger, ya en el XX, el inesperado fantasma de Sumer, deslindándose de Asiria y Babilonia. Esto es, no será hasta hace un siglo cuando la antigüedad del hombre, perfectamente documentada en las tablillas de Nippur, ofrezca amplia noticia escrita de sus primeros pasos, allá por el tercer milenio a. C. Esto implica, naturalmente, que los sumerios son los probables inventores de la escritura, cuya evolución queda aquí consignada por Kramer. Pero implica, en igual modo, otras cuestiones de la mayor importancia, cuya actualidad no puede sino sobrecogernos.

En estas páginas se da noticia de la primera escuela, del primer alumno “pelota”, del primer caso de gamberrismo adolescente, del primer parlamento bicameral, ¡de la primera bajada de impuestos!, de la primera vez que se usa la palabra libertad, del primer juicio contra unos asesinos, de la primera farmacopea, de las primeras fábulas de animales, de los primeros proverbios y adagios, de la primera cosmogonía, del primer canto de amor... Pero también, y esto es algo de extraordinario relieve, del primer “Moisés”, del primer “Noé”, del primer “San Jorge”, de la primera “Edad de Oro” y de cuantos mitos y leyendas nutren el imaginario occidental, antes de que adoptaran diversa forma tanto en la mitología griega como en la judeocristiana. Lo cual, como recuerda el asiriólogo y dominico Jean Bottéro, no obra contra el valor extraordinario de la Biblia, sino que le otorgan una nueva profundidad y originalidad, más notable aún a la vista de sus precedentes.

Quiere esto decir, de igual modo, que las Fábulas de Esopo adquieren una mayor complejidad, y que el juicio que Apuleyo incluye en El Asno de oro, consta de un precedente legal de perfecta vigencia en nuestros días. También en lo que concierne a los primeros historiadores clásicos -pensemos en Heródoto-, cuya forma de historiar es de una extremada complejidad, si se compara con estos primeros documentos, donde se da noticia marginal, y en absoluto minuciosa, de ciertos hechos relevantes.

El lector tiene, pues, ante sí, no los primeros balbuceos del hombre, pero sí su primera incursión en la palabra escrita. Estamos, entonces, ante un hecho absolutamente excepcional, que nos revela dos aspectos, acaso olvidados: el radical artificio de la escritura, cuya complejidad, cuyo milagro, quedan aquí expuestos en su primera hora; y la proximidad de aquellos hombres con nuestra forma de vida, visible en numerosas facetas, ya enumeradas más arriba. De ello se deriva una identidad de fondo, que traza una silueta párvula de lo humano, y que nos pone, por un momento, a orillas del Éufrates, a la vista el cereal profundo y amarillo, no lejos de donde reinó Gilgamesh.

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