Cultura

Hacia una luz más vasta

  • 'HISTORIA MÍNIMA DEL COSMOS'. Manuel Toharia. Turner. Madrid, 2015. 288 páginas. 14,90 euros.

Quizá la empresa más poética que ha acometido nunca el hombre sea ésta de explicar el Cosmos. Desde el origen mítico de las estrellas, hasta la luz viajera y gravitante que postula Einstein, el hombre no ha hecho sino formular una versión -aún hoy misteriosa, abierta, perfectible- de la esfera celeste. No sabemos cómo sería la estrella que guió a los Magos de Belén (de hecho, no sabemos si existió algo parecido); lo que sí sabemos, principiado el XIV, es que Giotto lo representará con la abundosa cabellera de un cometa. Es decir, que Giotto pintará su estrella errante no como una fulguración insólita y desconocida, sino como un hecho verosímil. Ese largo camino que va del mito al saber científico es el que Toharia recorre sumariamente en esta Historia mínima del Cosmos. Una historia que nos llevará desde la vieja Cosmogonía de Hesíodo a los primeros minutos del Big Bang; pero también, y en igual medida, del viejo Cosmos griego, cerrado y numeroso, al infinito Universo contemporáneo.

Se suele llamar modernidad al largo proceso en que la ciencia y la fe se escinden de modo definitivo. A ese proceso afluyen la astronomía de Brahe, el heliocentrismo de Copérnico, la inducción de Bacon, los cálculos de Keppler, las tesis de Galileo, las leyes de Newton, las revelaciones de Herschel y un formidable etcétera que se resolverá en la vaga conciencia de algo nuevo. A esa novedad Ortega la definiría como "la gran lejanía que es el mundo". De modo que la cosmología moderna no ha hecho sino agrandar el ámbito, tanto de nuestro saber, como del propio universo. De ahí la dilatada fricción entre religión y ciencia: desde aquel breve mundo, hecho a la medida del hombre, que se prevé en el Génesis, al universo pluridimensional que hoy habitamos, lo que se ha perdido en el camino es la relevancia del ser humano, figurada el mito de la Creación, común a todas las civilizaciones.

Los hallazgos de Copernico, o la relatividad de Einstein, no han hecho sino acercarnos, irónicamente, al viéjo Heráclito de Éfeso, cuando dice que "el más bello universo no es más que un montón de escombros reunidos al azar". A pesar de ello, no fue el azar, sino la precisión científica, la que sumió al hombre en un vacío sin fin, en una oscuridad poética, donde la luz se fatiga y el tiempo se detiene, como en las horas perdidas de la infancia.

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