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Una melodía jamás oída

  • De nuevo disponibles en la temprana versión de Luis Alberto de Cuenca, los 'Lais' de María de Francia siguen seduciendo por su originalidad y frescura

Retrato imaginario de la autora en un manuscrito medieval (Biblioteca Nacional de Francia).

Retrato imaginario de la autora en un manuscrito medieval (Biblioteca Nacional de Francia).

Están las primeras Safo -o Safó, como decía, pronunciando el nombre igual que lo hacían sus amadas, Agustín García Calvo- y el resto de las poetas griegas de cuya obra apenas se han conservado unos pocos fragmentos, las Corina, Nosis, Erina o Anyte. Están las dos enigmáticas Sulpicias, citadas por Tibulo y Marcial, que destacan entre las pocas de las que consta que cultivaron el verso en la larga historia de la antigua Roma. Están, ya en los días no tan oscuros del Medioevo, la benedictina Hroswitha de Gandersheim o la famosa Eloísa de Abelardo. Figuras nebulosas pero bien reales, de las que sabemos muy poco o casi nada. Voces de un linaje soterrado al que pertenece, la más antigua entre los trovadores de su lengua, María de Francia, cuyos Lais ocupan un lugar excepcional en el desarrollo de la materia de Bretaña que la poeta recreó en tonos muy distantes de la épica, inaugurando con su novedosa mezcla de sentimentalidad y fantasía, de la refinada lírica provenzal y los mitos célticos transmitidos por las canciones de los juglares, la fecunda veta del cuento en las literaturas europeas.

Una única línea, incluida en el epílogo a su recopilación de las fábulas de Esopo, permite identificar el nombre y la procedencia -"Marie ai nun, si sui de France"- de una autora de la segunda mitad del siglo XII -la datación más probable de los Lais sitúa su composición hacia la década de 1160-1170, cien años después de Hastings- que vivió en Inglaterra y se expresaba en el romance anglonormando que introdujeron en la Isla los conquistadores del continente, variante del francés antiguo que sobrevivió a la pérdida del reino y dejaría honda huella -especialmente en la poesía, como señalaba Borges- en el idioma de Chaucer. Reeditada ahora por Acantilado, la versión de Luis Alberto de Cuenca se publicó casi íntegra en 1975 -publicada por Editora Nacional y luego, ya completa, por Siruela en 1987- y fue la primera que abordó en castellano -después vinieron las versiones de Ana María Valero, Carlos Alvar y Germán Palacios- esta obra cumbre que el traductor, entonces recién licenciado, emprendió entre los trabajos dedicados a Calímaco y Euforión, antes de continuar su inmersión en el mundo de los trovadores junto a Chrétien de Troyes, Guillermo de Aquitania o Jaufré Rudel. En su poesía propia hallamos los ecos de este temprano interés que toma en la traducción la forma de una prosa muy cuidada, pero sin transposiciones arcaizantes, que busca y consigue llegar al lector moderno sin otra pretensión arqueológica que la de revivir el tiempo abolido.

Parece que la palabra lai, de origen céltico, alude al canto del mirlo y no es ajena al origen o al acompañamiento musical -el arpa o también la cítara- de unas composiciones anónimas muy anteriores a la época de María que ella, completando su conocimiento de la tradición oral con el derivado de sus lecturas, enfrentó de un modo tan original como perdurable. Sus doce relatos en verso, como explica De Cuenca, reproducían "una melodía jamás oída" que resultó del feliz encuentro de la lírica trovadoresca con el repertorio mítico de los bardos bretones. De ese sustrato pagano procede el universo fantástico -prodigios, filtros, hechizos, metamorfosis- que tanto había de influir en el imaginario de las literaturas románicas y en todas las historias sobrenaturales desde el gótico al romanticismo, los simbolistas o la hermandad prerrafaelita, pero las maravillosas peripecias de los caballeros, las hadas o las heroínas de los Lais se atienen, de ahí su novedad, al inequívoco patrón de la courtoisie y relatan no los "prestigios de la espada" que cita el traductor y tanto gustaban al mencionado Borges, sino las benditas o desventuradas batallas de Amor para las que Góngora -como sabía Verlaine, al que debemos los adjetivos enorme y delicada para hablar de la Edad de María- pediría campo de pluma.

Lejos de la rigidez asociada a los usos cortesanos, los amores de los Lais son apasionados y transgresores y a menudo trágicos, llenos de conflictos y obstáculos que pueden acabar en la muerte. Del contraste entre ese fondo turbulento, los elementos mágicos y la realidad cotidiana de la época en la que se reflejan tanto los códigos provenzales como las instituciones normandas, surge el encanto de unos cuentos -eso son y así suenan- que combinan la frescura derivada de la oralidad con el genio literario de la autora a la hora de reelaborar los materiales heredados. "Oíd, señor, que habla María -le dice la poeta al noble rey al que se dirige, en el primero de los lais de la colección, y añade-: mientras viva, no será olvidada". Si hoy seguimos escuchándola es porque sus aventuras no han dejado de ensoñarnos.

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