Muere Javier Marías

El confín invisible

  • El autor defendía cierta idea de cultura que había distinguido a su generación, y que incluía una vocación internacional, una multiplicidad de fuentes 

Javier Marías.

Javier Marías. / Lluís Gené / Efe

Presumiblemente en las próximas horas se hará cumplido análisis de la singularidad literaria de Javier Marías. Singularidad que alcanzó, en los últimos años, cierto carácter polémico, dado el tenor y el alcance de sus artículos, que no se mostraban muy complacientes con la tediosa banalidad del mundo contemporáneo. Esta forma de belicosidad incruenta acaso haya querido consignarse como reaccionaria. Sin embargo, fue el lógico fruto de una mirada punzante y perspicaz sobre la realidad inmediata. También era, con seguridad, la defensa de cierta idea de cultura que había distinguido a su generación, y que incluía una vocación internacional, una multiplicidad de fuentes, vetada a la generación anterior. Es aquí donde habría que destacar tanto su oficio de traductor como su exigente labor literaria.

Marías era hijo del filósofo Julián Marías, de modo que su educación incluye a la alta cultura española del medio siglo, conocedora del exilio. Probablemente, aquí resida el origen de esta vocación, llamémosle trasnacional, que mueve su concepto de cultura. Es la generación de Javier Marías, de Félix de Azúa, de Fernando Savater (con Benet al fondo) quien renueva o amplía el santoral literario de las últimas décadas, que se abre decididamente a la literatura anglosajona y centroeuropea, y cuyo concepto de lo literario incluye cierta ambición tectónica, cierta forma de impersonalidad, que difiere de sus antecesores y cuyo ápice consabido es la vasta literatura de Faulkner. En tal sentido, una de las obras perdurables de Marías es su tarea como editor de Reino de Redonda, donde se han dado a conocer, o se han recuperado, obras de extraordinaria valía, a las que cualquier lector les debe gratitud y reconocimiento. Pienso, por ejemplo, en la Historia de una demencia colectiva de Reck-Malleczewen, cuya naturaleza intemporal no deja de sobrecogernos. Pero pienso, principalmente, en La caída de Constantinopa, 1453, obra histórica excepcional, al modo británico (en el sentido de que rinde a Polibio y Tucídides mas que a Heródoto), y donde Marías incluye un epílogo que, al tiempo que define la obra de Runciman, formula una idea de literatura. “Con sobriedad no exenta de humor –precisa Marías–, sin aspavientos y con limpieza, Runciman va narrando los acontecimientos y dejando el resto entre líneas. Utilizando tan sólo la armazón, su prosa no desmerece de la de cualquier autor inglés contemporáneo. Y es que lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirla ni en la proclamación de su consecución. Una vez más –concluye significativamente– se nos aparece el misterio de la invisibilidad de los confines: podríamos preguntarnos, tal vez, si en realidad los hay”.

Creo que el lector de Javier Marías, de su ambiciosa novelística, sabe que el escritor español estaba dando noticia de sí en estas líneas. Líneas que conciernen a la naturaleza y el origen mismo de lo literario, y cuyo carácter especulativo penetra íntimamente su obra. Una obra, repito, que se extendió a sus predilecciones, y donde el lector y lo leído hoy se confunden, ya para siempre, dramática e inesperadamente.

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