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El reportero nómada

  • El norteamericano Robert D. Kaplan mezcla literatura viajera y periodismo de buen pulso en 'Rumbo a Tartaria'

Robert D. Kaplan (Nueva York, 1952).

Robert D. Kaplan (Nueva York, 1952).

Suele viajar en trenes envejecidos. Otras veces lo hace en autocar. Hay ocasiones en las que, si el chófer no es un extorsionador, llega en utilitario o en taxi por terribles carreteruelas a los lugares que quiere conocer. Si hay que surcar el mar Caspio, partiendo de Azerbaiyán a Turkmenistán, encuentra un barco y una lata de camarote a precio de oro. Viajar puede ser fascinante. O no tanto.

De aquí surge el libro del periodista Robert D. Kaplan (Nueva York, 1952). Todo un vasto viaje por las marcas fronterizas que van de los Balcanes a Turkmenistán (la Tartaria de los isabelinos ingleses a la que remite el título). Kaplan realizó su periplo en plena moribundia del siglo XX. En 1998 esta zona del mundo aún sentía el mugido final de la vieja URSS. No obstante, pese a que muchos apuntes sobre actualidad política están desfasados, lo que atrae de este libro va más allá del mero apunte actual.

Como cronista viajero Robert D. Kaplan pertenece a la estirpe de Herodoto. Nos hemos acordado también de otro libro similar y de otro gran periodista cercano (el De Estambul a El Cairo de Eduardo del Campo). Libros como éstos son en realidad líbridos. Mezclan literatura viajera y periodismo de buen pulso, donde no faltan las entrevistas con intelectuales, gente anónima y politicastros.

Kaplan es un prescriptor del paisaje y del paisanaje. Describe la belleza de un sol acuñado en su ocaso. Pero también repara en la cochambre y en cómo el descuido se inocula en las gentes a las que observa, ya sea en la rumana Cluj o en Damasco.

La primera parte del libro, Los Balcanes, es en realidad la continuación de su anterior y fantástico Fantasmas balcánicos. Kaplan no vuelve los ojos a las fratricidas guerras de la ex Yugoslavia. Parte de Budapest a orillas del Danubio y disecciona luego la Rumania de la era posterior a Ceaucescu y a su odiada esposa Elena (si algo caracteriza al país es su peculiar mejunje entre su latinidad y su orientalismo). En Bulgaria nos enteramos de una realidad estupefaciente. El poder del país está influido por el crimen organizado, cuyos fornidos paquidermos suelen ser campeones de lucha ya retirados (la lucha en Bulgaria es lo que el esforzado cricket para Inglaterra).

Turquía y la Gran Siria forma la segunda parte del libro de Kaplan. La Turquía que visita está viviendo un estremecimiento blando (el llamado golpe posmoderno de 1997). Los militares acabaron con la deriva islamista del gobierno de Erbakan. Kaplan se interesa por el nuevo partido del pueblo, el Partido de la Virtud (germen del actual AKP de Erdogan). Los islamistas turcos buscan acomodar la tradición otomana de tolerancia con el estado y con el fervorín nacionalista. Con lo que ha sucedido en Turquía en el último año y medio, lo que aquí leemos parece desfasado. Pero Kaplan ahonda en temas que escapan del presentismo y sí ayudan a conocer Turquía por dentro (por ejemplo, la oscura arboladura del llamado estado profundo).

Visitar Siria (es la Siria de Hafez al-Asad aún) es como retomar el aroma de la Guerra Fría. Para Kaplan Siria es un estado policial, atrasadísimo ("la Cuba de Oriente Medio"). Como país oficial creado por los mandatos coloniales, vencido ya el imperio otomano, la actual Siria es en origen un estado fallido. Sólo el mazo de al-Asad mantiene esta entelequia tal y como lo hacía Tito con Yugoslavia. Kaplan anticipa casi en veinte años la guerra civil siria de hoy.

Tras dejar atrás y conocer el pormenor de Líbano, Jordania e Israel, el viajero recala en el Cáucaso, en Georgia, auténtica encrucijada del mundo. Con el desplome de la URSS, la nueva Georgia vivió una guerra civil de auténticos gánsteres. Las páginas históricas dedicadas a este pequeño país son quizá de las más vibrantes del libro.

En Azerbaiyán, pese al petróleo de Bakú, el mundo parece girar hacia los días del pesado fardo comunista. Y ya en Turkmenistán, en la vieja Tartaria, nos topamos con la más pobre y desértica ex república soviética, a cuyo timón se halla un simpático y ubicuo botarate: el presidente Niyazov, quien decidió llamarse Turkmenbashi. El petróleo le permitió crear su Disneylandia horteril (obras elefantiásicas, estatuas doradas a imagen de su ego). En la remota Merv, ciudad de la Ruta de la Seda que ilustrara el esplendor del imperio selyúcida (siglos XI-XII), nos enteramos de una de las más salvajes degollinas de la historia. Los mongoles de Tuluy, hijo brutal de Gengis Kan, mató a más turcomanos que muertos causaron las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki.

Por último, Kaplan recala en Armenia. El actual país responde a las fronteras que lo marcaron como ex república soviética. Los armenios añoran la Armenia histórica, que se halla en suelo turco (incluido el mítico y bíblico Monte Ararat). Armenios del país y de la diáspora siguen unidos en la acordanza dolorosa de lo que ellos llaman el genocidio sufrido por parte de los turcos durante la IGM.

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