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Sobre las revoluciones

  • La editorial Debate recupera el ensayo que Christopher Hitchens dedicó a la figura de Thomas Paine y al pensamiento de Edmund Burke.

LOS DERECHOS DEL HOMBRE. Christopher Hitchens. Trad. Mercedes García Garmilla. Debate. Barcelona, 2016. 256 páginas. 16,90 euros.

Hay un paralelismo expreso entre Christopher Hitchens y su biografiado Thomas Paine, que no se ciñe unicamente al origen británico de ambos polemistas, sino que alcanza a la naturaleza misma de sus polémicas. Ambos, aparte la filiación insular trasterrada al Nuevo Mundo, pertenecen a esa rama del pensamiento ilustrado, teñida por el ateísmo, que encontraría en Lavoisier su expresión más mesurada y elegante, cuando diga que "Dios no es una hipótesis necesaria". Hay, sin embargo, una diferencia notable entre ambos autores, aparte la diferencia de dos siglos entre uno y otro. Cuando Tomas Paine escribe Los derechos del hombre, en 1791, el mundo occidental aún vive transido por una idea de la divinidad sobre la cual se ha sustentado la civilización desde el origen del hombre. Cuando Hitchens publica, a primeros del XXI, sus obras más conocidas y acaso polémicas (Dios no existe, Dios no es bueno), tanto el ateísmo, el agnosticismo, como una sencilla consideración científica de la existencia, no suponen, en absoluto, una novedad o un riesgo. De hecho, tales posiciones en torno al hecho religioso conforman, en buena medida, la tácita arboladura de la modernidad.

Sea como fuere, esta obra de Hitchens, dedicada a la figura de Thomas Paine, es también un ensayo sobre Edmund Burke. Pero no del Burke que escribe, antes que Kant, sus apreciaciones sobre lo bello y lo sublime, y que derivan tanto de su compatriota Addison como del redescubrimiento, en el siglo anterior, de la fragmentaria obra de Longino. Sino de aquel otro, más tardío, que hará un análisis adverso de la Revolución francesa y sus estragos en una obra tan célebre como poco leída: Reflexiones sobre la Revolución en Francia. Contra esta obra, publicada un año antes, escribirá Paine Los derechos del hombre. Contra este alegato conservador -conservador en su sentido más amplio, más humano, más complejo-, opondrá Paine la lógica irreprochable del derecho de ciudadanía y de los logros políticos obtenidos por la América independiente y la Francia asamblearia. Sin embargo, ni Burke era un reaccionario, ni Paine era ciego a la deriva totalitaria del Directorio. Y es de esta doble mirada sobre unos mismos hechos, de donde Hitchens extrae sus conclusiones más atractivas. Unas conclusiones que, si bien no inciden resueltamente en el fondo cultural, en la tupida red histórica de la que nacen ambas perspectivas, permite ver las dudas, las inconsecuencias y los hallazgos de cada uno de ellos.

Así, nos encontraremos con un libertario Paine que apoya sin embargo la tiranía de Napoleón, y con un conservador Burke que ha defendido la independencia de las colonias y pronostica la llegada del Sire. Con lo cual, si es cierto que Hitchens establece un juicio matizado sobre ambos, también lo es que ambas posturas representan dos vectores de la modernidad todavía irresueltos, que nacen de una misma apreciación del hombre del XVIII: la nueva legalidad que representa Paine y la importancia de la costumbre que reivindica Burke. Uno y otro verán sus ideales deformados por la realidad política. Uno y otro comprobarán, quizá con estupor, que lo viejo siempre alienta en lo nuevo y que lo nuevo es una diestra reformulación de lo antiguo. Así ocurrirá con las monarquías parlamentarias del XIX y así ha ocurrido con la República romana -con la democracia ateniense- que inspira a la Asamblea. Se trataba, en cualquier caso, del nacimiento de un mundo, del que Paine era la vanguardia y Burke su atribulado testamentario. Quizá, para comprender completamente este movimiento sísmico (pues no es sólo el Antiguo Régimen lo que se derrumba, sino el orbe teológico, la arquitectura anímica que lo sustenta), quizá para vislumbrar el estrépito y la novedad de aquella hora, hubiera sido conveniente que Hitchens acudiera a otra obra en la que dicha falla se aparece en su entera magnitud. Me refiero a las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, y a su defensa de una democracia coronada, donde el idealismo de Paine viene abrigado por la costumbre, por los usos, que postuló Burke.

Inevitablemente, todos ellos se verían sobrepasados por los acontecimientos. De igual modo, todos ellos serán artífices y víctimas de cuanto alumbraron. Y si Paine vio cómo Jefferson prolongaba el esclavismo, si Burke contempló la tradición derogada por el terror y perseguida por la justicia, Chateaubriand encontrará la cabeza de su hermano ensartada en una pica y paseada en triunfo por las calles. De aquel "mar de sangre", como lo define Chateaubriand, nace el mundo contemporáneo. Un mundo cuyo motor fue la felicidad del hombre, pero cuyos actos -a veces- se alejaron demasiado de tal empeño.

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