En los senderos | Crítica

La roturación del mundo

  • 'En los senderos' de Robert Moor encontramos una curiosa divagación del cómo y el porqué de los caminos, desde el amanecer del mundo a la fatigada urgencia de nuestros días

El escritor y senderista Robert Moor

El escritor y senderista Robert Moor

Es fácil determinar cuándo nace el concepto de Naturaleza que atraviesa y modula este libro: nace de la feliz conjunción del paisajismo flamenco y la perspectiva italiana de Brunelleschi y Alberti. A partir de ahí, la Naturaleza será vista como un organismo unitario, susceptible de conocimiento y roturación, que en el XIX adquiere cierta autonomía religiosa, cierta trascendencia poética, no sólo en los poetas lacustres que la adoraron como a un ente beneficioso, sino en la naturaleza maligna y enloquecedora que alienta en Conrad.

En buena medida, ese es el suelo ideológico que ha dado impulso a este libro. Cierta necesidad de reintegración a lo natural que, para un hombre del siglo XIII, por ejemplo (incluso para el Poverello de Asís), no dejaría de ser una necesidad extraña.

Los senderos que se recorren aquí son, pues, los senderos de un senderista del siglo XXI, dotado de una admirable curiosidad y una cultura solvente. No son los senderos de Heródoto, de Estrabón, de Marco Polo, de Ibn Battuta, de Ruy González de Clavijo, de Leon el Africano..; y tampoco los senderos de la mar de Magallanes, de Vaz de Caminha, de Cristobal Colón, de Cortés, de Cabeza de Vaca, de la gran navegación del XV-XVI, donde se rotura casi definitivamente el globo, con la misteriosa excepción de los casquetes, en la que algunos buscaron el Edén de los antiguos, como el propio capitán que salva a Víctor Frankenstein en la novela de Shelley.

No son, en definitiva, las grandes vías que abrieron el comercio, la curiosidad o el lucro, y tampoco los senderos bélicos que transitó Homero, sino esos viejos caminos abiertos por la costumbre, que ordenan secretamente el mundo, y entre los que uno situaría, no por su magnitud, pero sí por su naturaleza espiritual, al Camino de Santiago, junto con aquellos caminos de herradura que utilizaron Chaucer y Montaigne para fatigar la Europa de sus días.

El cometido de este libro no parece otro que el de preguntarse por el origen de tales caminos, recurriendo a un respetable número de fuentes. Fuentes que van más dirigidas a elucidar el cómo de los caminos, su remota configuración geológica, que a aventurar una ejecutoria de lo humano. A esto nos referíamos al comienzo de estas líneas. A la deliberada inmersión del hombre en el flujo mayor del mundo y de la vida, desde el protozoo al fósil, y desde la geología a la escala mayor del tiempo y de la astronomía.

El resultado, sin embargo, vuelve a dirigir nuestros ojos al XIX romántico, pero no tanto por la vaga espiritualidad, benigna o maligna, que el XIX atribuyera a la Naturaleza, como por el carácter unitario, ahora rodeado de una esplendida soledad, que desde entonces nos persigue: desde los infinitos mundos de Pico della Mirandola a las innumerables galaxias, giróvagas e inalcanzables, postuladas por Herschel.

Y sin embargo, este es un libro espiritual, bien por esa itinerancia sin motivo del senderista, y que lo iguala, de algún modo, a los goliardos y a las órdenes mendicantes del medievo; bien por ese escalofrío contemplativo que parece mover a los caminantes, y que nos recuerda al "hermano lobo" del de Asís; vale decir, a su atención a lo concreto, cuya naturaleza es la naturaleza dispersa del retablo, y no la mirada orgánica del paisajista.

Se da así la paradoja de que los senderistas retratados por Moor parten el prejuicio moderno de lo "natural" frente a lo "civilizado", parten de una Naturaleza inerme e injuriada, y sin embargo su fuga hacia lo natural ya no es la de quien quiere reintegrarse a la Totalidad, disuelto en músicas. Su proceder, por contra, es el de quien camina, de alguna forma, entre fragmentos.

Hay algo de expiación, algo de búsqueda de una pureza ajada, en este incesante caminar por las veredas del mundo. Lo distintivo de Moor es que se halla, a un tiempo, dentro y fuera de esta urgencia del caminante, y abre su mirada a un fenómeno que lo abarca y que lo excede para dar, acaso, la más antigua efigie de lo humano: la del hombre que cruza una vereda inhóspita e inaugura, sin saberlo, el orbe civilizado.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios