Un amor | Crítica

Todas somos Nat

  • Aunque lo que le sucede a la protagonista de 'Un amor', la nueva novela de Sara Mesa, es violento hasta el extremo, muchísimas mujeres podrán sentirse identificadas

La escritora Sara Mesa (Madrid, 1976).

La escritora Sara Mesa (Madrid, 1976). / Alejandro García (Efe)

Desde hace un tiempo, cuando pulso con mi dedo pulgar la lupa de Instagram –es decir, la opción de explorar lo que la red social elige algorítmicamente para nosotros– aparecen en mi pantalla chicas bailando. Son casi siempre niñas espectaculares, guapísimas. Colocan su móvil frente a ellas y tiene lugar la coreografía: sonríen, guiñan y se contonean con reggaeton de fondo. Constato así que Instagram está atrayendo a los tiktokers de la Generación Z ahora que los millennials hemos dejado de interesar/de vender. También que verlas me violenta –ésta es la verdad–, más aún cuando leo los comentarios que les dejan los hombres, que oscilan entre la advertencia, los piropos babosos y los insultos: "pajilleros al tren, chu chuuuu", "hay paja", "cuántos años tienes", "ten cuidado con las redes sociales que son peligrosas. Yo soy mayor. 58 años y no volveré a hablar contigo pero hay pederastas que se hacen pasar por niños de tu edad", "qué cara más bonita tienes princesa", "no le dará vergüenza hacer esto", "con esa cara y ese cuerpo lo que quieras", emojis de fueguitos, corazones, caras babeando, "la generación más preparada de la historia, sálvanos señor", "parece porno o algo esto", "eres perfecta".

Dejo el móvil y vuelvo al ordenador –paso de pantalla, como en un videojuego en el que voy ganando, aunque no estoy muy segura de eso último–. Resucito una pestaña que me estaba esperando: Sara Mesa dice a propósito de Un amor, el libro que me aproximo a reseñar, que "si no te sientes deseada, como mujer estás perdida". A tenor de la entrevista que le hace Laura Fernández en El País, la nueva novela de Sara Mesa versa sobre la incapacidad de comunicación –y, a pesar de eso, sobre la importancia de las palabras y de su ausencia, de los silencios– y sobre el capital sexual de las mujeres, entre otros asuntos. El mismo día de su publicación la compro en una librería. La leo en menos de 24 horas.

Imposible dejarla para después: son menos de 200 páginas y Sara Mesa escribe tan bien que hasta da coraje. Libre de artificios u ornamentos, su narración –y la tensión que lleva aparejada– está sin embargo esculpida frase a frase, de forma que cada párrafo de Un amor conduce al lector a un abismo del que no sabe cómo saldrá: si se tropezará y caerá al vacío, alguien le tirará o simplemente se dará la vuelta y se marchará. Es tan turbadora y oscura como cristalina, como la historia que cuenta, como sus protagonistas. Hasta ahora había leído tres de sus libros –distintos entre sí a pesar de su coherencia como autora, cosa que es de agradecer (¿qué es esto de ocuparse un día de la nueva masculinidad y al otro plantarte con un thriller ambientado en la Guerra Civil?)-, pero este ha sido el único que ha permeado todas mis memorias posibles, citando a Proust, la voluntaria y la involuntaria: recurriré a él siempre que no sepa explicar lo que nos pasa a muchas mujeres y él volverá a mí cada vez que me sienta como Nat, la protagonista. De alguna forma, el tema principal del libro ya está aquí, en este no saber explicarse y en la dificultad de hablar de una novela tan buena como esta sin reventar el argumento. Es Un amor una cosa tan delicada y a la vez tan seca y abrupta como el aire que debe respirarse en La Escapa, la aldea donde se desarrolla la trama. Allí Nat ha alquilado la casa más barata que encontró para dedicarse a su primer encargo como traductora literaria, lo que subraya la importancia que tiene en el libro el lenguaje, sus palabras y sus distintas acepciones, no como forma de comunicación sino de exclusión y diferencia.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Nat no echa de menos: es una treintañera puesta sobre las páginas para que cumpla una función y llegue, por fin, a su propio abismo con plenos poderes para decidir qué hacer frente al precipicio. No parece tener madre ni vida anterior, sólo posee un nombre y una historia: robó algo en su antigua empresa, no sabe muy bien por qué. Influida por su nuevo trabajo, querrá traducir a sus vecinos, lo que dicen y lo que callan, porque en aquella pedanía cada cual parece hablar un idioma distinto. Pero de nada le valdrá su manejo del léxico para enfrentarse, por ejemplo, a su casero, un hombre de lo más desagradable, "inculto, sucio y pobre", que no obstante se cree con el poder –lo tiene– de entrar en la casa de su inquilina cuando le plazca para cobrar el alquiler o bajo cualquier otra excusa. Contra esto Nat no puede hacer nada aunque lo desee: se deja llevar por el pavor, por una impotencia que deviene en inacción y que le lleva a no exigir nada: ni que arregle los desperfectos, ni que cobre la mensualidad sin invadir su intimidad.

Es curioso: resulta verdaderamente difícil hablar sobre la dificultad de comunicarse: ¿de qué hablamos cuando hablamos de no hablar bien, de no poder hablar? Un amor trata sobre todo de la incomunicación femenina. Porque tras el casero está la amenaza del abuso sexual y porque Nat ha sido educada en la sumisión, la complacencia y el deseo: es muchas veces incapaz de decir no y otras tantas desea decirlo y se decepciona cuando no le preguntan. Nat se sabe confundida y desorientada cuando comprueba que uno de sus vecinos no la desea: se tambalea su capital sexual, "empieza a perder un poder que había poseído inconscientemente hasta entonces. Como el dinero, se dice, también el capital erótico se va escurriendo sin que uno se dé cuenta, solo se toma conciencia de él cuando desaparece". Cuando es ella, sin embargo, la que cae rendida ante otro –procuro no nombrar a nadie porque no quiero desvelar demasiado–, ese poder emponzoñado se vuelve contra sí misma: las expectativas del deseo, del ser deseada, son altas y exigentes.

Frente a la aparente franqueza de él, hay siempre un poso de decepción por parte de ella, que cada noche se marcha de su casa echando de menos algo –¿un quédate?–. Frente a los hechos, tal y como son –"podrías ser otra y yo también podría ser otro"–, Nat reclama la épica del cuento, el plan trazado al milímetro por el cual ella es la elegida frente al resto. Cuando tras el sexo, efusivo en el gesto pero parco en palabras, él duerme plácidamente, ella se siente incapaz de alcanzarlo en el sueño, ese reino insondable que la excluye y al que solo se llega mediante el sosiego que ella no posee. También él devora con un apetito insaciable mientras ella procura beber agua para aligerar el nudo de la garganta que no le deja tragar. Espera siempre de él un tono de llamada más aunque ella no descuelgue el teléfono. Todo le es insuficiente. Frente a la indiferencia de él, a su aparente simpleza a la hora de amar y de hablar, ella enferma hasta la obsesión, aunque a ratos procura revestir su relación de una unión casi sagrada y fraterna que las palabras no alcanzan a explicar –"quizá es mejor no penetrar en el misterio, no tratar de entenderlo, para evitar que se corrompa"–.

En otra entrevista, en este caso en La Vanguardia, Xavi Ayén, a propósito de este vecinito (un tío claro, que va de cara, ¡quién lo dudaría!) le comenta a Sara Mesa que "de algún modo, es el más honesto: le dice a la chica lo que quiere de ella". La respuesta de la autora no puede complacerme más: "¿Y los demás qué? ¿No importa lo que provocas en los demás? Los actos tienen consecuencias y él es también responsable de lo que ocurre”. Mientras leía Un amor, tenía todo el rato en la cabeza como paratextos los trabajos de Anna G. Jónasdóttir (El poder del amor. ¿Le importa el sexo a la democracia?) y de Arlie Russell Hochschild (La mercantilización de la vida íntima), que acuñó en los 80 el término "trabajo emocional" refiriéndose entonces al ámbito laboral, aunque ya se ha extendido a las relaciones personales, a todas las tareas que la mujer ejerce por el hombre para mantener la pareja a flote, entre las que tiene cabida la conversación. Una explotación de otro tipo, tácita, silenciosa, de la que ni siquiera nosotras hablamos por no saber cómo definirla. De nuevo, la incomunicación. Aunque no todas hemos pasado por la violencia extrema que Nat transita en Un amor, por momentos sí nos hemos sentido igual de absurdas, ridículas, temerosas, dependientes y envenenadas.

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