El termómetro femenino | Crítica

Las formas de lo nuevo

  • El Paseo publica los ensayos que Terry Castle dedica a los mutaciones psicológicas, artísticas, sexuales y de diverso orden que se producen, entre el siglo XVIII y el XIX, por impulso de la mirada científica

La ensayista norteamericana Terry Castle

La ensayista norteamericana Terry Castle

Bajo el título de El termómetro femenino se recogen diez ensayos de la escritora norteamericana Terry Castle, en los que se busca elucidar “la invención de lo inquietante en la cultura moderna”. Aclaremos que este “lo inquietante” de Castel es aquello que el lector en español acaso conozca como “lo siniestro”, lo “umheimlich” que formula Freud en 1912, tras una lectura atenta de El hombre de la arena de Hoffmann, y a cuya expresa tutela se acogen las plurales sabidurías y la perspicacia literaria de Castle. De entre todos los textos aquí agrupados, El termómetro femenino acaso destaque por su valor, digamos, ejemplar y didáctico. Y ello por una razón inmediata: “lo inquietante” que postula Castle, valiéndose de la literatura anglosajona del XVIII y el XIX, es la creciente extrañeza, la otredad sobrevenida, que se produce con la nueva observación del mundo a través de la ciencia.

Castle analiza la objetivación, la cosificación del individuo desde fines del XVII

Entonces, el tropo humorístico y claramente injurioso del “termómetro femenino”, émulo del termómetro usual, será aquél que mida las distintas temperaturas y apasionamientos de la mujer, considerada como un ser sugestionable, desgobernado y un tanto histérico. Digamos que, en este primer ensayo, lo que se evidencia es la súbita objetivación que arroja sobre nosotros el lenguaje científico (y el pseudo-científico), a partir de finales del XVII, y a través del cual comienza a considerarse y catalogarse el ser humano y cuanto le rodea. Y en no menor medida, como sabemos por Burton y su Anatomía de la melancolía, cuanto hay de misterioso, velado o impredecible en el corazón de los hombres. Esto, por supuesto, tiene derivaciones sexuales (relativas a la ambigüedad de los comportamientos permitidos o tolerados por el tamaño y la porosidad de las urbes), que Castle aborda en tres ensayos dedicados a Richardson, a Defoe y a Fielding, y a los que se añade una exploración del carnaval dieciochesco que remite, ineludiblemente, a Bajtin.

Lo más interesante, sin embargo, por la amplitud del movimiento que sugieren, acaso sean los ensayos dedicados a las fatasmagorías y aparecidos que poblaron la literatura y el arte del XVIII-XIX. La tesis de Castle, coherente con lo dicho sobre observación científica de la realidad, revela, no obstante, una melancólica derrota: aquélla que traslada los viejos pobladores del ultramundo a los márgenes de la psicopatía; vale decir, a una mera, y no siempre amenazante, voluta de la imaginación. Una imaginación -recordemos a Locke, a Adisson, al propio Berkeley- que está en la base misma del empirismo, y cuya utilidad, cuya necesidad, no carece efectos indeseados, como esta espectralización del mundo y sus antepasados, que ahora enmohecerán en los atribulados archivos de la clínica. Pero una imaginación, en primer término, que se convierte en una ínsula desconocida para el propio portador de ese útil científico.

Ése es, muy sumariamente, el contenido de estos esplendidos ensayos, donde se compendia con sagacidad la trasvaloración o la muerte del viejo y misterioso mundo trascendente.

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