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El todo por el todo | Crítica

Viejos malos tiempos

  • El feliz hallazgo de Henri Calet, un autor surgido del arroyo que conocía París como la palma de su mano, revela el lado menos prestigioso de la ciudad luz

El escritor y periodista Henri Calet (París, 1904-Vence, 1956).

El escritor y periodista Henri Calet (París, 1904-Vence, 1956).

Hasta donde sabemos, su único libro traducido al castellano era Viejos tiempos (Banizu Nikuze), que fue el título elegido por sus editores vascos para la primera novela de Henri Calet, La belle Lurette (1935), con la que el francés, cuyo nombre real era Raymond-Théodore Barthelmess, comenzó una serie de excelentes narraciones autobiográficas que no lograron redimirlo de su vida disipada, pero lo convertirían en autor de culto. Es, Calet, un escritor extraordinario, como muestra este otro libro, El todo por el todo (1948), donde volvía a recrear, ya en los últimos años de su arrastrado itinerario, esos viejos malos tiempos que marcaron su niñez y adolescencia y ofrecen un verdadero contrapunto, en tonos crudos y a ras de tierra, del final de la Belle époque y de los vertiginosos años veinte, separados de la anterior por el corte atroz de la Gran Guerra. Solemos asociarlos a la era del jazz, las fiestas locas y las sofisticadas aventuras de los vanguardistas, pero como otros de los exponentes de la littérature prolétarienne –véase el caso más estilizado pero asimismo esclarecedor de Eugène Dabit, publicado también por Errata Naturae– Calet reflejó una realidad bien distinta.

El editor Jean Legrand definió a Calet como "el Buster Keaton de los escritores bohemios"

El poder de su escritura se deriva de la naturalidad, el afilado humor y la inteligente y deliciosa autoironía de la que carecen todos esos supuestos transgresores que, por tomarse a sí mismos demasiado en serio, no se apean de la mueca despectiva ni para dar los buenos días. Calet representa ejemplarmente un cierto arquetipo de la tradición libertaria que no es, desde luego, el de los santones y los mártires, pero tampoco exactamente el de los forajidos o, como él mismo los llama, los "bandidos trágicos", aunque de hecho ejerciera como tal cuando huyó a Uruguay después de robar la caja de la empresa para la que trabajaba. Según confesión propia, sin embargo, Calet no era un hombre sobrado de valor y su vehículo de impugnación fue la palabra, la "subversión del lenguaje" –dice la traductora Vanesa García Cazorla– con el que jugaba y apostaba como en otra de sus pasiones, las carreras de caballos. Habiendo apurado muchos cálices, no perdió nunca la chispeante mirada de los perdedores que no se resignan a rumiar su desgracia, lo que explica que el gran editor Jean Legrand –también prosista exquisito, como prueba su hermosísima Doble fuga de amor y muerte– lo definiera como "el vizconde de los fracasados pobres" o "el Buster Keaton de los escritores bohemios".

'Apagando una farola, rue Émile Richard, c. 1932'. Una de las fotos donde Brassaï documentó la vida de las clases populares. 'Apagando una farola, rue Émile Richard, c. 1932'. Una de las fotos donde Brassaï documentó la vida de las clases populares.

'Apagando una farola, rue Émile Richard, c. 1932'. Una de las fotos donde Brassaï documentó la vida de las clases populares.

Es del tiempo "pasado, algo añorado, visto con amplia perspectiva y tratado con una ironía triste" –le escribía Calet a un amigo uruguayo– de lo que trataba su mencionado primer libro, y sus palabras podrían aplicarse igualmente a El todo por el todo donde el recorrido rebasa los años de infancia y mocedad para abarcar la vida entera, a la altura de la inmediata posguerra. Desde una conciencia de declinación ineluctable –"mi futuro está liquidado", dice, aunque de hecho seguiría escribiendo y publicando en sus últimos años–, el autor, "parisino de nacimiento", describe con una mezcla de brutalidad y ternura los tumbos que ha ido dando desde que viera la luz, e incluso antes en la cárcel donde su madre embarazada penaba por un delito irrisorio, hasta las "ruinas" de su presente sin temor ni esperanza, desde el que entona un apasionado canto de amor a su ciudad –"Toda una vida a pie [...] París en caminata, París bajo las suelas de los zapatos"– y a los más ignotos rincones de su geografía. Es una "historia enmarañada" en la que conviven gentes humildes, obreros empleados en trabajos irregulares, estafadores y otros pequeños delincuentes, anarquistas y desertores que se sitúan, no siempre con razones convincentes, como deja ver el propio Calet, en el "lado bueno de la barricada". Todavía niño, descubre que existen las castas y que a él le ha correspondido la de los parias, ocupados como lo estará él mismo en empleos ínfimos o echados a los negocios turbios, inquilinos habituales de las prisiones y adictos a las relaciones venales –a este respecto el narrador se define como "ardiente fullero en el amor"– con las hermanas del arroyo.

Otra de las instantáneas del gran fotógrafo húngaro. Otra de las instantáneas del gran fotógrafo húngaro.

Otra de las instantáneas del gran fotógrafo húngaro.

El narrador retrata sin velos la miseria de los ambientes donde malvivían los desheredados

El trasfondo naturalista, común a los herederos de la escuela, se ve realzado en Calet por un cinismo que no provoca desagrado sino complicidad, pues su combinación de picaresca y de sátira de contenido social nunca deja de ser bienhumorada. Lejos de acogerse a ideologías redentoras, o mejor dicho desencantado de sus soluciones épicas, pues "ahora sabemos que jamás hay que mostrarse tan beligerante ante el futuro", Calet retrata sin pudorosos velos la miseria y el embrutecimiento de los ambientes donde malvivían los desheredados, con trazos sombríos pero a la vez ligeros e incluso ocasionalmente celebratorios. Así, por ejemplo, cuando encadena las secuencias enumerativas, trazando el minucioso inventario de su memoria sentimental, el narrador recuerda o anticipa al Perec de Las cosas o de Je me souviens, que también evocará las calles o las canciones o las películas o los nombres de los artistas de variedades que iluminaron su juventud y brillan en la lejanía como las escasas bombillas –su misma luz anémica y vacilante, pero tan acogedora– de una modesta verbena de barrio.

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