Análisis

Ignacio F. Garmendia

La verdad de la ficción

Con el Príncipe de Asturias de las Letras, un premio institucional que se inspiró en el Nobel y compite con él hasta cierto punto, Antonio Muñoz Molina culmina de momento, acaso a la espera del Nobel propiamente dicho, una exitosa trayectoria que le llevó en apenas unos años de ocupar una modesta plaza de funcionario -pero ya entonces era un excelente articulista y trabajaba en su muy trabajada primera novela- a ganar premios prestigiosos o ingresar en la Academia. Junto a Marías, Pombo o Mendoza, por citar sólo unos pocos nombres, Muñoz Molina contribuyó en gran medida a la renovación de la novela española tras los experimentos rupturistas, por lo general poco memorables, y el efecto aleccionador pero paralizante que el boom hispanoamericano tuvo entre los narradores de la península, que hacia los felices ochenta -el tiempo de la posmodernidad, asociada entre nosotros a la consolidación de la democracia- querían marcar distancia respecto a sus antecesores remotos o inmediatos y mostraban -o exhibían- un desusado interés por otras lenguas, tradiciones y literaturas.

En el conjunto de la obra narrativa de Muñoz Molina, volcada en la recreación de la España del siglo XX desde una perspectiva realista que combina la memoria histórica y la sentimental, acaso sea Sefarad, que rebasa espectacularmente ese marco, su novela más ambiciosa, pero cualquier aficionado exigente debería conocer El jinete polaco -pieza central del ciclo de Mágina, uno de los grandes retratos generacionales del fin de siglo- o su todavía reciente La noche de los tiempos, tres hitos de la narrativa contemporánea en lengua española. Esta última, pese a su extensión desmesurada, contiene algunas de las mejores páginas que se han escrito sobre la Guerra Civil, pero también sobre el exilio o los exilios -lo que la vincula a Sefarad- y sobre la radical extrañeza del desarraigo. El ritmo demorado de la frase y su cualidad envolvente son los rasgos más reconocibles de un estilo digresivo, recurrente y en ocasiones prolijo que puede relacionarse con el de Marías, con quien Muñoz Molina comparte la mirada analítica, pero no la manera. Más contenido en las novelas cortas o en los ensayos y artículos -son muy recomendables dos recopilaciones poco citadas: La verdad de la ficción y Pura alegría-, el novelista ha transitado por terrenos cercanos al memorialismo en sugestivas evocaciones como la amarga Ardor guerrero -que recoge sus historias de la puta mili-, la más culturalista Ventanas de Manhattan o la conmovedora y hermosísima El viento de la luna, un viaje a la adolescencia donde rinde un piadoso homenaje a la figura del padre.

Aunque no descuida la intriga, que en ocasiones remite -como en El invierno en Lisboa o Beltenebros, obras bien concebidas pero relativamente menores- al imaginario de la novela negra, la escritura de Muñoz Molina tiene un alto componente moral que se expresa en su fidelidad a los orígenes -compatible con el cosmopolitismo de sus referencias culturales y entendida en sentido amplio, como vínculo afectivo con el pasado familiar y el de su país o de su tierra- y en su reivindicación de los valores emancipadores de la instrucción pública. Vinculado al ideario de la Institución Libre de Enseñanza, Muñoz Molina descree de las recetas utópicas en aras de un pragmatismo de raíces socialdemócratas o en definitiva ilustradas que participa de la mejor tradición liberal y se muestra igualmente exigente con las izquierdas y las derechas, es decir, al margen de las cuadras donde pastan los opinadores estabulados. Por ello no ha tenido reparos, por ejemplo en La noche de los tiempos, a la hora de proponer una revisión crítica de los mitos de la República, frente a la idealización edulcorada e inconsistente o la exaltación partidaria. No sin razón se le ha reprochado a Muñoz Molina la falta de humor o una cierta tendencia a la solemnidad, pero cabe decir en su favor que esa gravedad no es nunca admonitoria. Su último ensayo, Todo lo que era sólido, es una buena muestra de un modo -porque existe- no sectario sino ejemplarmente lúcido de ejercer el compromiso. Sería reconfortante pensar que los jurados han querido premiar, también, ese discurso.

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