El diario de Próspero

Alfonso Sastre en las afueras del teatro

  • El fallecimiento del dramaturgo y las sombras sobre la vigencia de su obra invitan a cuestionar las posibilidades de un teatro político en el presente y de una escena en clave revolucionaria

Estreno de ‘La taberna fantástica’, con Rafael Álvarez ‘El Brujo’, en el Círculo de BellasArtes de Madrid en 1985.

Estreno de ‘La taberna fantástica’, con Rafael Álvarez ‘El Brujo’, en el Círculo de BellasArtes de Madrid en 1985. / Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música

Que el teatro sabe también de paradojas es una evidencia a la orden del día: lo que queda de las agitadas embestidas con las que se enfrentaron Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, entre el posibilismo del primero respecto a la censura franquista y la absoluta renuncia y confrontación del segundo, es la certeza de que, a la vuelta de este siglo, ambos son figuras tristemente ajenas del teatro español, apenas reclamadas y mucho menos reivindicadas. Lamentaba este olvido, o dejadez, o como quieran llamarlo, Paco Azorín, responsable del último estreno sastreano en España con su excelente montaje de Escuadra hacia la muerte estrenado en 2016, que fue recibido con todos los elogios pero también como si de una rara avis extraída de un mundo pretérito se tratase. Si era una censura bien reconocible como tal, armada en su precepto moral y represivo, la que hizo imposible el estreno de La taberna fantástica de Sastre hasta 1985, veinte años después de su escritura, en aquel recordado espectáculo protagonizado por Rafael Álvarez El Brujo y dirigido por Gerardo Malla (quien retomó la obra en 2008, esta vez con Antonio de la Torre como protagonista), cabría preguntarse si es acaso otra censura, menos concreta, más diluida, la que ha convertido a Sastre y a Buero, como a tantos otros, en autores de escasa o nula representación en la escena contemporánea, muy a pesar (y es aquí donde seguramente la paradoja más se crece) de su consideración magistral unánime. Afirmaba al respecto Miguel Romero Esteo que la censura franquista era relativamente fácil de burlar “a poco que los censores no supieran de qué estabas hablando, pero con la censura actual es todo muy distinto: ésta no se puede trampear”. Seguramente hay una posición intrépida, aunque no por ello exenta de razones, a la hora de hablar abiertamente de censura en la actualidad; y, de hecho, si hemos tenido un autor intrépido ése ha sido Romero Esteo. Pero todo apunta a que, sea como sea, la paradoja perdurará aún bastante más tiempo. Es decir, tendremos a los autores más consagrados, reconocidos, admirados y hasta leídos en los altares del teatro español posterior a la Guerra Civil fuera de los escenarios. Con Sastre a la cabeza.

Alfonso Sastre recibe la felicitación de Carlos Martí tras su nombramiento como doctor honoris causa en La Habana. Alfonso Sastre recibe la felicitación de Carlos Martí tras su nombramiento como doctor honoris causa en La Habana.

Alfonso Sastre recibe la felicitación de Carlos Martí tras su nombramiento como doctor honoris causa en La Habana. / Enrique de la Osa / Efe

A la hora de explicar el escaso apego del teatro español a Alfonso Sastre hay motivos diversos. El primero es que el propio Sastre rechazó la existencia de un teatro español como tal para afirmar ciertas particularidades regionales en las que únicamente identificaba como auténticos el teatro andaluz y el teatro catalán: el teatro español, venía a decir, había quedado reducido a la consabida fórmula comercial explotada en Madrid. Es evidente, claro, que su militancia en la izquierda nacionalista abertzale, como sucedió con Bergamín, hizo de Sastre un personaje incómodo en el discurso cultural español, desde donde su adopción y proyección ha llevado siempre implícitos ciertos riesgos. Eso sí, en un plano puramente escénico, no es difícil vincular el desapego mostrado hacia Sastre con el que se despacha al teatro político en la actualidad; y no sólo en la esfera institucional, incluso pública, sino, salvo algunas excepciones, también en la escena independiente y alternativa, donde se predica a menudo un teatro muy ideologizado, muy centrado en postulados de diferentes minorías pero poco afines a la idea de una corriente revolucionaria que pudiera prender desde la misma escena con una ambición, digamos, general. Esta escasa fortuna del teatro político podría explicar también por qué se sigue viendo a Brecht como a un agente vetusto, exento de posibilidades artísticas en el presente. La posibilidad de ver hoy en escena un nuevo montaje de una obra tan fabulosa como La sangre y la ceniza de Sastre suscita, casi, el candor de la ingenuidad. Pero igual sería buena idea.

Lo que sí tenemos es la decisiva inclusión de Alfonso Sastre en la marginalidad del teatro español. Una marginalidad en la que el autor, a su manera, y aunque fuera por coherencia, parecía sentirse cómodo: es más, llegó a alumbrar desde esta orilla otras manifestaciones adscritas a esas afueras que poco o nada tenían que ver con su ideario realista pero que sí compartían su sentido profundo y en gran parte revolucionario de la escena, como La Zaranda. Quién sabe si lo más oportuno sería, como hizo Paco Azorín con la Escuadra hacia la muerte, traer el teatro de Sastre al siglo XXI y comprobar cómo respira, cómo dialoga con nosotros, dónde falla y dónde acierta. Tal vez se nos dé la ocasión de abrazar lo que ahora ni intuimos.

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