Análisis: Joaquín Aurioles

La Europa discontinua

  • Los populismos se aprovechan de que el proyecto europeo sufra parones cada cierto tiempo.

  • La UE necesita más compromiso de sus miembros si quiere contar en el panorama internacional.

Mario Draghi, presidente del BCE.

Mario Draghi, presidente del BCE. / Armando Babani (Efe)

En La Europa dividida, John Elliot nos ofrece una visión de las profundas diferencias entre los europeos del siglo XVI. Guerras fratricidas y enfrentamientos entre católicos y protestantes, pero también entre los privilegios sin escrúpulos del clero y la aristocracia y la miseria de los condenados, en muchos casos, a delinquir como única forma de supervivencia. Ni el paisanaje, ni la compasión, ni ninguna otra circunstancia interna parecía existir que pudiera unir a los europeos en un proyecto político común, salvo el peligro turco. Se consiguió derrotar al invasor, pero no erradicar el enfrentamiento y la división entre los europeos. Sólo en el siglo XX, después de los conflictos bélicos más dramáticos de la historia, en Europa se comenzó a hablar de unidad con fundamento.

La Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951) fue el antecedente de la Comunidad Económica Europea (Tratado de Roma, 1957) y de sus posteriores transformaciones y ampliaciones, aunque a lo largo de todos estos años han sido habituales los conflictos entre diferentes formas de enfocar el proyecto. Las diferencias de criterio en torno a hasta donde se debe llegar en el proceso de integración política ha sido uno de los más frecuentes, que, lejos de decaer con el paso del tiempo, más bien parece haberse enconado tras el cambio de siglo y las ampliaciones de 2004 y 2007.

La firmeza de los engranajes de la Unión se resintió gravemente durante la crisis financiera internacional. Los sólidos principios de solidaridad que marcaron las relaciones internas habían entrado en crisis con el fracaso de la Estrategia de Lisboa y la Agenda 2000, pero todo se intensificó después de 2008. La Europa del centro y del norte, encabezada por Alemania, impuso una ortodoxia inflexible en la gestión de la crisis y decidió mirar para otro lado cuando las dificultades financieras se cebaron con Irlanda y la ribera mediterránea, amenazando con demoler los respectivos sistemas de bienestar. Sólo cuando la tensión amenazó con echar abajo el experimento de la moneda única se aceptó acudir al rescate de Grecia, aunque garantizándose previamente que las primeras intervenciones estuviesen dirigidas a desactivar el riesgo de contagio sobre el resto de la Unión.

Una de las mayores amenazas era la propia banca alemana, especialmente implicada en el problema por el cuantioso volumen de activos afectados que mantenía en su poder, por lo que también resultó ser una de las principales beneficiadas. El deterioro de la situación continuó agravándose en Irlanda, España, Portugal e Italia, además de Grecia, ante la impasividad de los socios del norte, provocando el aumento del euroescepticismo, hasta el punto de permitirle alcanzar una visibilidad electoral que no había tenido hasta entonces. Afortunadamente, la llegada de Mario Draghi a la presidencia del Banco Central Europeo y su convicción de que para salvar al euro había que acabar previamente con la inestabilidad que provocaba la crisis de la deuda soberana, lo cambió todo, pero desgraciadamente no antes de que el populismo oportunista consiguiera provocar nuevos episodios de división interna.

La Unión Europea actual está integrada por 28 países que, en teoría, comparten un proyecto político común, pero que, en la práctica, está repleto de discontinuidades. La más visible en estos momentos es el abandono del Reino Unido, tras el apoyo del 52% de los votantes en el referéndum celebrado en junio de 2016, aunque quizás la discontinuidad más relevante sea el errático proceso de adopción de una moneda única. Cuando se han cumplido 20 años desde su creación, la comunidad del euro (la Eurozona) está formada por 19 países de la Unión, mientras que otros 7 lo harán en un futuro, cuando reúnan las condiciones necesarias. En sentido contrario, Dinamarca y Reino Unido decidieron en su momento quedarse al margen y mantener sus propias monedas.

El auge de los populismos ha promovido una profunda transformación del mapa político europeo, no tanto por la diversidad de orientaciones ideológicas, que siempre ha existido, sino por el clima de confrontación provocado por la escalada de los radicalismos y el creciente rechazo a la injerencia comunitaria en los asuntos nacionales, que es percibida como pérdida de soberanía. Francia y Alemania siguen siendo el núcleo gordiano del proyecto, pero en ambos casos se han visto obligados a convivir en sus propios países con movimientos antieuropeista en crecimiento. En Chequia, Hungría, Polonia y Eslovaquia, donde los principios occidentales de convivencia y tolerancia han sido relativamente ajenos durante gran parte del siglo XX, el rechazo se ha instalado en sus respectivos gobiernos, pero también en Italia, uno de los pesos pesados de la Unión. Se señala a la inmigración como detonante de la discordia, pero la percepción es que, a pesar de la firmeza mostrada en torno al Brexit y a Ucrania, tras la invasión rusa, cualquier incidente plantea importantes dificultades de respuesta compartida.

El pasado 22 de enero los líderes de Alemania y Francia firmaron en Aquisgrán un Tratado amistad. Se comprometieron, entre otras cosas, a luchar contra la división dentro de la Unión Europea, lo cual sería una loable iniciativa, si no fuera porque no parece que un marco bilateral sea el más adecuado para plantearlo. Superar las discontinuidades en el espacio político europeo es condición imprescindible para que el proyecto pueda progresar, pero sobre todo porque difícilmente podría una Europa dividida volver a tener el protagonismo al que aspira en el escenario internacional.

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