Joaquín Aurioles

Universidad de Málaga

Impuestos y subvenciones

Precios de la gasolina en una estación de servicio de Bilbao

Precios de la gasolina en una estación de servicio de Bilbao / Luis Tejido / Efe

Ni topar el precio del gas, ni gravar los beneficios de las eléctricas, ni subvencionar el precio de los carburantes están resultando eficaces contra la inflación. Pueden ayudar a la ciudadanía a sobrellevar sus consecuencias, aunque esto también se cuestiona por lo efímero de sus efectos, pero desde luego no se dirigen al foco del problema y, por lo tanto, no consiguen acabar con él. Si además se tienen en cuenta sus posibles efectos secundarios, entonces el balance de la iniciativa adquiere tintes adversos. Me refiero a sus consecuencias sobre el déficit financiero del estado, al impacto ambiental de subvencionar consumos con evidente huella ecológica e incluso a sus efectos redistributivos, porque una cosa es sobre qué o quién se establece un impuesto y otra quien termina pagándolo.

Se llama repercusión de un impuesto a la traslación de la carga impositiva, o de una parte de ella, por parte del sujeto gravado a otras personas o empresas, para que sean estas las que en última instancia terminen pagándolo. Lo mismo puede decirse de las subvenciones, cuando quien finalmente se apropia de ellas, total o parcialmente, es alguien diferente del beneficiario nominal. En ambos casos, el factor determinante es un mecanismo que se conoce como elasticidad-precio, que mide la sensibilidad de la oferta o la demanda de un bien a un cambio en su precio. Una demanda muy poco elástica, o rígida, es, por ejemplo, la de medicamentos puesto que, como hemos tenido ocasión de comprobar durante la pandemia, la demanda de mascarillas o test, y lo mismo habría ocurrido con las vacunas, se ha mantenido firme por mucho que se hayan encarecido. Deducimos que, si un gobierno decide gravar con un impuesto un fármaco imprescindible para ciertos pacientes, el laboratorio que lo produce no tendrá dificultad para repercutir la totalidad del mismo en el precio. La incidencia del impuesto habría recaído, en este, caso íntegramente sobre el consumidor, debido a que la demanda de medicamentos es particularmente inelástica.

Otros productos característicos por la rigidez de su demanda son la energía eléctrica y los carburantes, lo que significa que los productores siempre tienen la posibilidad de repercutir sobre el precio cualquier aumento en sus costes, incluido el de los impuestos que gravan el beneficio. Según este postulado, la subida en el tipo impositivo del Impuesto sobre Sociedades a eléctricas y petroleras será un nuevo factor de presión al alza en el precio del kilovatio y la gasolina y, con ello, de la inflación. No cuestionamos en ningún caso la ética de la reacción indignada contra el aprovechamiento de una coyuntura tan compleja para tantas familias, ni el celo redistributivo del gobierno ante la grosera acumulación de beneficios del último ejercicio. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que, en este tipo de mercados, la revisión de la regulación podría resultar más ventajosa que la artillería fiscal y con menos efectos colaterales adversos.

En el caso de las subvenciones el mecanismo es similar, aunque quizá algo más complejo de explicar. Si el mercado fija un precio al que productores y consumidores acuerdan intercambiar una determinada cantidad bienes, el establecimiento de una subvención al consumidor provoca que la cantidad demandada por este aumente. El productor, en cambio, no aceptará elevar su producción si el precio que recibe sigue siendo el mismo, así que la única posibilidad de nuevo acuerdo entre ambas partes es que la subvención termine repartiéndose entre ambos. ¿Cómo funciona?, pues mediante un aumento del precio por importe equivalente a una parte de la subvención. Si la elasticidad de la oferta es muy elevada, es decir, si los productores reaccionan rápidamente ante un aumento en el precio, bastará con la apropiación de una pequeña parte de la subvención para dar satisfacción al incremento de la demanda. En caso contrario, cuando la oferta es muy rígida, es decir, insensible a los cambios en el precio, esta tenderá a apropiarse de la totalidad de la subvención, de manera que una medida de estas características, concebida para satisfacer la demanda de los consumidores a precios más bajos, difícilmente resultará efectiva y duradera en el tiempo, mientras que es probable que termine provocando la subida del precio del producto, que es la forma en que el productor termina apropiándose de su parte de la subvención.

La ayuda de 20 céntimos en el precio del combustible es un buen ejemplo de iniciativa fallida de estas características, con sus correspondientes efectos secundarios no deseables. El primero es que se ha perseguido mantener elevado el nivel de consumo, que en el caso de las gasolinas no es lo más conveniente para el país. El segundo es su impacto inflacionista, debido a que la ayuda (la subvención) ha terminado por trasladarse casi en su totalidad al precio del combustible. Añadamos como tercer efecto perverso la falacia de presentar como iniciativa política contra la inflación lo que no deja de ser más que una medida paliativa de sus consecuencias. No se resuelve un problema de inflación originado por un shock de oferta con medidas fiscales, con excepción de la disciplina en el gasto público. Lo aprendimos cuando la crisis del petróleo, en la década de los 70, pese a lo cual el gobierno vuelve a sacar pecho con su anuncio de reducir al 5% el IVA sobre los carburantes, que es una medida con efectos similares a la subvención de los 20 céntimos. Vaya en su defensa que es lo que insistentemente se ha exigido desde la oposición más liberal, pero conviene no olvidar que seguimos limitando el tratamiento a los paliativos e ignorando los problemas de fondo. Puede que el gobierno considere que, ante la perspectiva electoral que se avecina, es preferible mantenerse en el terreno de las políticas de baja intensidad y no adentrarse en la complejidad de un pacto de rentas, aunque si el deterioro de la economía mantiene el ritmo, el coste electoral de la inacción podría resultar muy elevado.

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