Economía

Restricciones presupuestarias

  • Aunque el fracaso de las movilizaciones muestra que las medidas de austeridad cuentan con respaldo social, las cuentas omiten el esperado cambio de modelo productivo y abren la puerta a más impuestos

CONFECCIONAR los Presupuestos Generales del Estado debe ser un ejercicio impagable, no sólo por la ardua tarea de ordenar y cuadrar tantos números, sino también por lo ingrato de explicar a multitud de organismos, instituciones e intermediarios la imposibilidad de encajar sus aspiraciones en una envolvente que no da para más. Convencer a los que demandan soluciones urgentes a los problemas de sanidad, justicia, educación, I+D, políticas sociales, etc., de que este año no les toca, debe exigir una extraordinaria capacidad de negociación. Si además hay que resolver los conflictos de agravio comparativo entre territorios y justificar incomprensibles compromisos políticos bilaterales, entonces las dificultades se multiplican y también la necesidad de firmeza para soportar la hostilidad del entorno sin perder el equilibrio ni arriesgar la frágil credibilidad internacional recuperada en los últimos tiempos.

Haría bien la oposición en medir las consecuencias de un debate presupuestario excesivamente contaminado por las expectativas electorales, sobre todo porque es muy posible que el capital carroñero internacional, cuya existencia descubrimos a raíz de la denuncia del ministro Blanco a principios de año sobre un complot financiero internacional contra España y el euro, continúe al acecho para lanzar una nueva dentellada a la menor señal de debilidad. También haría mal el Gobierno en insistir en el descrédito de las instituciones o de sus representantes como estrategia defensiva ante la crítica, como acaba de ocurrir con el gobernador del Banco de España. Solicitar un plan B ante un eventual, y más que probable, incumplimiento de las previsiones macroeconómicas no es en absoluto un desatino, dadas las circunstancias. En primer lugar, porque el pronóstico del 1,3% de crecimiento para 2011 no se lo creen ni en el entorno del propio Gobierno. En segundo lugar, porque otras instituciones de ámbito internacional, ente ellas el FMI, también se han mostrado a favor de un plan B de contingencia. En tercer lugar, porque la primera consecuencia de los errores de previsión en el crecimiento y en la recaudación fiscal es la desviación del objetivo de déficit.

También manifestaba Fernández Ordoñez su desconfianza en las haciendas autonómicas y locales, provocando la inmediata e indignada reacción de las autonomías, entre ellas la andaluza. Quizás más indignada que convincente, puesto que si algo amenaza la confianza en el inicio de una recuperación sosegada a lo largo del próximo año, como ha ocurrido en éste con la crisis de deuda griega, es la bancarrota de algunas corporaciones locales, con el correspondiente efecto dominó sobre las pymes locales.

Hay que reconocer, en cualquier caso, que se trata de un momento extraordinariamente complicado por la coincidencia de tres circunstancias. En primer lugar, la dependencia de la recuperación del mantenimiento de nuestra credibilidad en el exterior, dónde debemos y esperamos poder financiarnos. En segundo lugar, porque los recursos no crecen, mientras que sí lo hacen las necesidades que, además, vienen cargadas de servidumbres insoslayables, como el coste de la deuda y del desempleo. Por último, porque una de las características más llamativas de estos Presupuestos es la diabólica marca de lo pro-cíclico, lo que quiere decir que no van a contribuir a sacar a la economía de su delicada situación a corto plazo, sino más bien a profundizar en ella. Es la parte dolorosa de la operación, aunque se trate de sanear con el fin de garantizar el futuro a medio y largo plazo y no todo el mundo esté de acuerdo con la elección realizada sobre lo que debe mantenerse y extirparse.

La partida más afectada por la decisión gubernamental es la inversión pública, que se reduce en un 40%. Inaudito por la cuantía y por la profunda contradicción con el soporte doctrinal en defensa de las inversiones en el Plan E, sus pretendidos efectos de arrastre sobre la actividad y el empleo en el sector privado, pero sobre todo cuando se analizan las partidas que permanecen intocables. Del fracaso de las movilizaciones en contra cabe deducir que las medidas de austeridad impulsadas por el Gobierno cuentan con un considerable respaldo social. Aparentemente se acepta una reposición del 10% de las plazas de empleo público amortizadas y la reducción del gasto de funcionamiento del Estado del 6,7%, incluido el recorte del sueldo a funcionarios y la congelación de pensiones. También se reconoce el esfuerzo que este año realizará la administración central del Estado para reducir su déficit particular hasta el 2,3% del PIB, pero no consiguen ocultar dos realidades clamorosas. La primera, que reducir la inversión y el gasto corriente puede suponer un encomiable esfuerzo de austeridad, pero no consigue ir mucho más allá de la pretensión de hacer las cosas a menor coste. Esto quiere decir que el pretendido "cambio de modelo productivo" que llevamos dos años esperando no aparece por ningún lado en este Presupuesto. La segunda, que la puerta abierta a futuras subidas de impuestos se hace cada vez más insoportable, y no tanto porque ya no quedan muchos resortes de dónde seguir tirando, sino por mantener la coraza presupuestaria en torno a partidas con tanto rechazo social, al menos en apariencia, como las subvenciones a partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones similares, así como a gastos electorales.

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