ANÁLISIS

La peligrosa deriva de EEUU

  • Culpar de los males a los extranjeros es síntoma de un nacionalismo agraviado

  • Muchos creen erróneamente que unas cuantas medidas efectistas devolverán al país a un pasado dorado

Donald Trump.

Donald Trump. / EFE

Culpar de todos los males a los extranjeros, al resto del mundo, es síntoma de un nacionalismo que se siente agraviado. De este sentimiento sabemos mucho en España. Y muchos ciudadanos comparten ese sentimiento porque, erróneamente, creen que con unas cuantas medidas tomadas desde el poder político se pueden arreglar todos los problemas -reales o supuestos- que se padecen y volver a un pasado dorado o proyectarse hacia un futuro idílico.

Nada de esto es cierto, como la Historia nos han enseñado en multitud de ocasiones. La naturaleza, las causas de los problemas, suelen derivar, más bien, del interior del propio país. La influencia externa sólo acelera la dinámica de las situaciones.

Muchos norteamericanos añoran las tres décadas que siguieron al término de la II Guerra Mundial, en las que el desarrollo se aceleró extraordinariamente, abriendo una enorme brecha con el resto del mundo occidental. Los personajes de las películas protagonizadas por Gary Grant o Montgomery Clift tenían grandes coches, viajaban, tomaban vacaciones, volaban en aviones, llamaban por teléfono desde sus casas y éstas estaban dotadas de enormes frigoríficos y todo tipo de electrodomésticos, mientras en Europa sobrevivíamos.

Pero uno de los procesos que ha tenido lugar en la Historia -y que hoy sigue operando- es el de la convergencia -el catch up- en renta por habitante y en niveles de desarrollo, de los países más atrasados respecto de los más ricos, con la sola condición -simple, pero muy profunda- de que esos países hayan establecido las instituciones económicas y políticas adecuadas para impulsar permanentemente el crecimiento.

Con mayor precisión, uno de los motivos de agravio de muchos norteamericanos reside en la pérdida de peso del sector industrial en la economía. Este proceso ha sido generalizado en todos los países occidentales y es una consecuencia inevitable cuando los países se abren al comercio internacional y tienen que competir con otros con niveles de renta y costes de producción muy inferiores. Pero los ciudadanos desconocen este proceso y sólo observan cómo algunas antiguas grandes empresas industriales desaparecen y, con ello, el poder económico que se le asocia. General Motors tiene un poder simbólico mucho mayor que mil pequeñas empresas. Además, las empresas industriales suelen estar concentradas en unas pocas ciudades o regiones, lo que amplifica los mensajes cuando las cosas no van bien, por la elevada actividad sindical.

A pesar de todo esto, esa pérdida de peso del sector industrial es, en mayor medida, una manifestación de su propio éxito que un síntoma de declive de ese sector productivo. En el año 1950, el número de trabajadores en el sector industrial en EEUU se elevaba a 13 millones y en el resto de la economía, a 30. En 2016 el sector industrial da empleo a 12 millones, mientras que el resto se eleva a 133 millones. Esto es, la industria, en realidad, ha perdido muy poco empleo, mientras que el resto de la economía lo ha aumentado extraordinariamente. Y ha creado poco empleo, fundamentalmente, porque la productividad por hora trabajada en el sector industrial ha aumentado nada menos que un 700% en el último medio siglo. Éste es el éxito.

La pérdida de empleo es, en realidad, mucho menor, si tenemos en cuenta que una parte considerable de las actividades que realizaban internamente las empresas industriales hace medio siglo se han externalizando a otras empresas de servicios, reduciendo el número de trabajadores en el sector industrial que aparecen en las estadísticas, pero aumentando el empleo de servicios para la industria. Sin empleos industriales en sentido estricto, ese empleo de servicios no existiría.

La preocupación de los políticos debería ser mucho más matizada. No debería importar -espero que se entienda- que una fábrica de camisetas de usar y tirar cierre en Chicago y se desplace a Thailandia. Sí debería importar, sin embargo, que cerrara una empresa de alta tecnología. Y aun así, también habría que matizar. Las extraordinarias Hewlett-Packard o Xerox, fabrican desde hace muchos años las impresoras en Japón. La mejor formación de los trabajadores japoneses sí debería importarle a Trump o a cualquier otro presidente. Lo más importante es controlar las partes más relevantes de las cadenas de valor industriales, que se encuentran hoy repartidas entre muchos países. Y esas partes son las más intensivas en conocimiento y siguen centradas en los países más desarrollados.

La deriva proteccionista con la que amenaza Trump, resulta inquietante para muchos países. Ayer, el primer ministro japonés, Shinzo Abe, se presentó ante Trump para mostrarle una lista de inversiones de empresas japonesas en EEUU, que van a crear 700.000 empleos. Y esta semana, el viceministro -para quitar hierro político- de Economía alemán publicó un artículo en The Wall Street Journal de tono exculpatorio. El 9% de superávit por cuenta corriente que Alemania tiene con el resto del mundo lo rebajó al 3%, que es el que la UE tiene en su conjunto, como si Alemania no tuviera la principal responsabilidad en estos números, y fuera el conjunto de la UE la responsable.

Tanto en el caso de Japón como en el de Alemania, se pone de manifiesto lo que otros países podrían hacer para que el crecimiento tanto a nivel mundial como regional fuera más equilibrado: implementar políticas fiscales más expansivas para reducir déficits en unos países y superávits en otros.

Pero cualquiera que sea la política fiscal que vayan a adoptar el resto de países y las medidas proteccionistas que Trump impulse, los trabajos tradicionales que se han perdido en las zonas industriales no van a volver a EEUU, pese a sus promesas electorales.

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