el poliedro

Tacho Rufino

Sí a los radares de tráfico

Una sentencia antepone la presunción de inocencia a la foto del vehículo infractor, con inciertas consecuencias para la recaudaciónUn tribunal prescribe que no se puede sancionar sin identificar al infractor: una caja de bombas

Un compañero suele decir que en su asignatura "nadie se salta un semáforo", kantiano de la Sierra de Cádiz que es él. Se refiere a que las normas son ineludibles, porque su cumplimiento garantiza la ecuanimidad, la objetividad y el normal -de norma- funcionamiento de los derechos y deberes de alumnos y profesores. Quienes por nuestro natural "orgánico", o sea, no burocrático, aceptamos que la norma y el precepto son necesarios pero, en ciertos casos, transgredibles si su inobservancia puntual no hace daño a nadie ni causa injusticias, toleramos, por ejemplo, que se cometan fullerías al conducir si éstas no molestan a otros: hasta para saltarse un semáforo conviene tener principios morales, o sea, contenciones sobre qué se puede y no se puede hacer; la máxima es no hacer daño. Pero el bordear el precepto no tiene nada que ver -moralmente, conviene reiterar- con una actitud consistente en demonizar por principio "ideológico" cualquier prohibición… menos la que conviene a los propios intereses, en una típica deformación de "lo liberal" que suelen ostentar los espabilados. Por ejemplo, quienes cruzan las luces para avisar a otros fitipaldis de que, cuidado, ahí detrás hay un radar o una pareja de la Guardia Civil. Esto es, sencillamente, retrógrado. No sobrepase usted la velocidad máxima permitida, que se establece porque ir más rápido de lo permitido por las señales es causa de muerte y lesiones de propios y ajenos: los muertos y lisiados por el narcisismo del velocista. Y si usted se pasa por el forro de su acelerador la prohibición, es del todo necesario que un radar que mide la velocidad lo detecte, y posibilite el castigo al infractor. El antiprohibicionista no es liberal, es asocial. Porque su contención moral no existe: si no controlas tú tus actos, debes ser castigado. Todos hemos pagado multas. Da rabia, pero no tenemos argumentos para criticar lo que es sólo imputable a nuestro desahogo. Si no hay control interno, debe haber control externo. Castigo.

Los radares de la DGT son una fuente de recaudación importantísima de la Hacienda Pública: son un maná que, bien mirado, ayuda a sufragar los enormes daños económicos para el Estado -para todos- de asistir a heridos y muertos provocados quienes no van a 60 o 120, según el sitio bien señalizado, porque, entre otras cosas, sus coches pueden volar a velocidades inadmisibles, que ése es otro gran misterio entre lo industrial y lo estúpido en un medio de locomoción de gran daño potencial para desavisados inocentes. ¿Que los radares se colocan estratégicamente no sólo por el peligro, sino también para multar y hacer caja? Pues sí, ¿y qué? Esta semana hemos conocido una sentencia de un tribunal de lo contencioso-administrativo de Madrid que creará jurisprudencia, si no es tumbada por una instancia superior. Con un criterio jurídico que no podemos aquí criticar, el tribunal prescribe que no se puede multar sin identificar al infractor, por pura presunción de inocencia. Uno, cándidamente y creyendo en el principio de el "bien superior", se pregunta si no sería más razonable que se pruebe, a posteriori, que quien conducía el vehículo infractor no era su titular, y no negarle a la autoridad de Tráfico la capacidad de sancionar el abuso. Ojalá no cometiéramos faltas y delitos de tráfico, y así bajara la recaudación. Y, por otra e íntima parte, se redujeran los inmensos daños personales y públicos que podemos ocasionar si nos saltamos las limitaciones. No cabe duda de que los radares de la DGT ayudan a reducir el daño social de primer orden que causa quien conduce infantilmente. Criminalmente, fatalmente a la postre. Sí a los radares, hasta a los emboscados y recaudadores. Es cuestión de respetar las normas. Las de tráfico.

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