Ricardo Campos | Historiador del CSIC

"El final de una pandemia suele ser negociado entre los agentes sociales"

El historiador Ricardo Campos.

El historiador Ricardo Campos. / M. G.

A la hora de nombrar locura o normalidad, Ricardo Campos Marín (Madrid, 1963) insiste en emplear las comillas que señalan un uso corriente, coloquial y acientífico. Ricardo Campos Marín (Madrid, 1963) es Investigador Científico en el Departamento de Historia de la Ciencia del Instituto de Historia del CSIC. Sus principales líneas de investigación, centradas en los siglos XIX y XX, son la historia de la salud pública, la regulación social de la enfermedad, la eugenesia, la historia de la salud mental, especialmente de los modelos asistenciales y de su concepto, así como de la construcción de las relaciones entre enfermedad mental, peligrosidad social, delincuencia y orden público. Entre sus publicaciones más recientes destacan La sombra de la sospecha. Peligrosidad, Psiquiatría y derecho en España (siglos XIX-XX), Madrid, Libros de La Catarata, 2021, y la coordinación junto a Enrique Perdiguero y Eduardo bueno del libro colectivo Cuarenta historias para una cuarentena. Reflexiones históricas sobre epidemias y salud global, Madrid, Sociedad Española de Historia de la Medicina, 2020.

-¿Qué es más difícil, entender la locura o entender la cordura?

 -Todo lo humano siempre es complejo y difícil de entender. Respecto a la locura y la cordura depende de cómo se enfoque. No es lo mismo enfocarlo desde la clínica que desde un plano social y cultural, aunque todos ellos vayan más unidos de lo que parece. También depende de que uso hagamos de ambos términos, sobre todo del de "locura" que a menudo tiene unas connotaciones muy negativas. En realidad, la complejidad estriba en entender qué es la enfermedad mental, el trastorno psíquico. En entender los mecanismos biológicos y socioculturales que operan en su aparición, definición y delimitación, cuestiones nadas sencillas porque en cada momento histórico los baremos políticos, sociales, culturales y científicos han sido y son decisivos en la consideración de la misma. Al fin y al cabo la percepción de la enfermedad mental tiene mucho que ver con la norma, con la "normalidad" definida por cada sociedad humana. La desviación de la misma, o lo que se considera que es desviación, está profundamente vinculada a la definición de la enfermedad mental. Además, los comportamientos y las experiencias "anormales" se dan en un continuo con las "normales". Ambas están sometidas a marcos de comprensión e interpretación similares. Hay demasiada tendencia a medicalizar y patologizar lo que sale de la norma, cuando no se tendría por qué hacer. En cuanto a la cordura, si la consideramos como la normalidad, como no desviarse de la norma y actuar bajo los parámetros de lo impuesto, se hace muy difícil entenderla porque la norma muchas veces es perniciosa, opresiva y generadora de desequilibrios.

-¿Es lo mismo lo que se llama vulgarmente un loco ahora que a lo que se llamaba hace siglos?

-No exactamente. La concepción de la "locura" ha cambiado a lo largo del tiempo y de las sociedades. Un "loco" de finales del siglo XIX poco tiene que ver con otro del siglo II o del XVI. Ni siquiera se ha considerado exactamente igual al "loco" y a la "loca" y por supuesto la clase social también ha tenido su papel a la hora de percibir culturalmente la locura. Eso no quiere decir que no haya ciertos elementos que se han mantenido a lo largo del tiempo. El "loco" se ha caracterizado, y todavía hoy perdura en cierto modo esa imagen, como el sujeto que hace y dice cosas incoherentes respecto a la norma aceptada y que además podemos percibir como un peligro para la sociedad. Además hay que tomar en consideración la ruptura en la concepción de la locura que se produce desde finales del siglo XVIII, con la aparición de médicos que se especializan en estudiar y tratar a los "locos". Son los alienistas, que en la segunda mitad del siglo XIX darán lugar a la psiquiatría como especialidad médica. Su labor en la descripción de síntomas, clasificación de las enfermedades mentales, diagnosis y etiquetaje de los enfermos mentales no quedó reducida al estrecho círculo científico. Empaparon la literatura y el lenguaje popular, lo que de por sí supuso un cambio profundo en la percepción vulgar de la "locura" en el mundo occidental. La locura desde una perspectiva no psiquiátrica, desde una dimensión cultural podría ser definida como aquello que una civilización ve como límite. El otro, el extraño, la alteridad radical entrarían de lleno en esa percepción.

-¿Hay un estigma? ¿Es un tabú?

-Desgraciadamente lo hay. Muchas enfermedades a lo largo de la historia lo han tenido. Sin necesidad de irse muy lejos en el tiempo, tenemos el sida como ejemplo de estigmatización de los pacientes y de determinados colectivos. La enfermedad mental es un ejemplo de cómo el estigma perdura a lo largo del tiempo y de las sociedades. Se suele soslayar con el silencio o con eufemismos, porque todavía pesa mucho el miedo a la exclusión social que puede conllevar el padecimiento de un trastorno psíquico. Además, socialmente se mira con desconfianza. La sospecha de que la enfermedad mental va indefectiblemente unida la peligrosidad, a los actos antisociales, está profundamente arraigada en nuestra cultura. Los medios de comunicación, además sacan buen partido de ello, contribuyendo a la creación de una determinada imagen de la enfermedad mental asociada al peligro. Lo triste es que el sufrimiento psíquico del sujeto que padece una enfermedad mental no parece interesar socialmente y desde luego nada en el plano político. Tenemos algún exabrupto reciente en el Congreso de los Diputados que muestra una determinada percepción, mucho más extendida de lo que creemos, de la enfermedad mental.

-¿Ha sido tratado alguna vez el enfermo mental como un maleante?

-Muchísimas veces. Ha sido la norma. Desde finales del siglo XVIII, la enfermedad mental ha sido vinculada a la pobreza, la marginación y la peligrosidad. En un sistema productivo como el del capitalismo industrial durante el siglo XIX, el enfermo mental de clase baja se veía como una amenaza. Los problemas sociales que acarrea un sistema económico que por definición produce desigualdad y exclusión se leían en clave de desviación social. Las leyes de prevención del delito como las de Vagos y Maleantes de 1933 y la de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970 se aplicaban a los sujetos que se consideraban potencialmente peligrosos por sus comportamientos. La ley de 1970 incluía en su articulado a los enfermos mentales en la categoría de sujetos peligrosos a los que había que aplicar medidas de seguridad, aunque no hubieran cometido un delito. En Bélgica, la Ley de Defensa Social de 1930, revisada en 1964, estaba dirigida a los sujetos "anormales", categoría muy laxa y flexible donde los enfermos mentales entraban con facilidad. La vinculación establecida entre locura o enfermedad mental y peligrosidad es una constante que llega hasta nuestros días. No hace mucho, en el proyecto de reforma del Código Penal, en 2013, se establecía con claridad el nexo entre enfermedad mental y peligrosidad. Prácticamente se tipificaba a los enfermos mentales como sujetos peligrosos, abriendo la posibilidad de que fueran encerrados indefinidamente, más allá de la pena que se les hubiese impuesto en caso de ser imputables.

-¿Los poderes no comprenden la locura?

-La "locura" ha sido entendida como una amenaza social, como una amenaza al orden público. La psiquiatría arrastra desde sus inicios una particularidad como especialidad médica: la desconfianza hacia los pacientes. El derecho ha legislado siempre las cuestiones relacionadas con la enfermedad mental. Los estados desde el siglo XIX han desarrollado abundante legislación relativa a las instituciones psiquiátricas e incluido en sus códigos penales la enfermedad mental. En unos casos como eximente de responsabilidad a la hora de cometer un delito, en otros endureciendo la legislación hacia los enfermos mentales, pero el resultado casi siempre ha sido el encierro, el aislamiento en un manicomio o en una prisión. No es una cuestión de comprensión de la locura, es una cuestión de tomar una opción ante lo que se percibe como un peligro. En el campo del derecho civil, el tema de los enfermos mentales ha tenido y tiene un recorrido muy interesante en relación a la incapacitaciones de los sujetos. Éste es un instrumento que las clases altas han utilizado históricamente para salvaguardar el patrimonio familiar.

-¿Quién fue el primer loco datado?

-Imposible saberlo. Lo cierto es que las obras sobre las que he se ha construido nuestra cultura abordan de una u otra manera la locura. La biblia, la mitología y la literatura griega y romana están llenas de personajes que encarnan la locura. Es una tema fundamental.

- De Don Quijote se dice que enloqueció. ¿Qué condición era ésa?

-Pobre don Quijote, toda la tinta que se ha utilizado en analizar y diagnosticar su enfermedad mental. En los dos últimos siglos, desde la psiquiatría se ha intentado infinidad de veces diagnosticarlo. Lo interesante es que los diagnósticos han ido cambiando en función de los saberes de cada momento, lo que viene a mostrar la dificultad de emitir un concepto atemporal y universal de la enfermedad mental. Y también muestra que los diagnósticos retrospectivos que tanto les gusta hacer a algunos médicos, psiquiatras y psicólogos son absurdos. Para colmo, en el caso del Quijote estamos hablando de un personaje de ficción. Lo importante, desde mi punto de vista, reside en que Cervantes utiliza un recurso literario para poder hablar con mayor libertad de la sociedad de su tiempo.

-Hamlet, sin embargo, se hacía el loco. ¿La locura como sinónimo de astucia?

-No. Es la simulación de la locura para conseguir unos determinados fines o sobrevivir. Hamlet no deja de ser un personaje de ficción. Su simulación de la locura es un recurso literario, pero lo cierto es que la simulación de la locura ha sido y sigue siendo una cuestión fundamental para la psiquiatría y el derecho. Los peritajes psiquiátricos tienen como objetivo averiguar la existencia o no de trastornos psíquicos en el sujeto, pero implícitamente también está en juego determinar si hay o no simulación de la enfermedad mental. Alguien como Hamlet daría bastante trabajo en un peritaje.

-¿Es el loco la persona que no acepta la realidad?

 -Bueno, siempre ha sido así y seguimos considerando en cierta manera que el loco no acepta la realidad. Sin embargo, no pensamos que la enfermedad mental puede ser una manera de dar sentido y coherencia a una realidad que genera un enorme sufrimiento. De hecho, en un delirio se construye otra realidad como defensa ante lo insoportable.

-¿Por qué hay la caricatura de unos manicomios llenos de napoleones?

-Porque representa la grandilocuencia, el exceso, el delirio de grandeza. Gran Bretaña puso en marcha una campaña contra Napoleón para desacreditarlo, en la que la caricatura, salvaje y mordaz, tuvo un papel fundamental. Lejos de la imagen de un libertador de los pueblos, se construyó otra en que aparecía como un tipo colérico y tiránico. Es más que posible que esa tradición caricaturesca de corte político pasase al terreno de la representación cómica de la locura.

-¿Los niños y los locos han dicho siempre la verdad?

-No. Han dado versiones de la realidad quizás más desinhibidas que pasan por verdad. La falta de filtros permite a veces decir las cosas con crudeza, pero eso no significa que siempre sea la verdad.

-¿Es la salud mental un problema de salud pública?

-Lo es y no se hace nada serio para plantarle cara. Nuestras sociedades nos exigen constantemente adaptarnos a una realidad que se nos impone y se considera "natural". Las exigencias laborales de productividad, acompañadas de una creciente precarización del trabajo, es un ejemplo. Al mismo tiempo, se nos trasmite el mensaje de que la clave del éxito en todos los campos de nuestra vida depende de nosotros mismos como individuos. No alcanzarlo es un fracaso individual que muestra nuestra incapacidad para autogobernarnos. En realidad la exigencia es que funcionemos como si fuéramos una empresa. Al mismo tiempo para alcanzar nuestras metas se nos ofrece un abanico de técnicas de autoayuda y estupideces sobre el pensamiento positivo y la actitud positiva como fórmulas para encarar problemas de profundo calado. Sin embargo, la ayuda de verdad no llega en forma ni en tiempo. No hay políticas de salud mental globales, ni la inversión necesaria para llevarla a cabo. Las listas de espera en la sanidad pública son muy largas y el tiempo que transcurre entre consultas es demasiado largo. Muchos trastornos podrían mejorar si se tratasen a tiempo. Es necesario tomarse muy en serio la salud mental como una cuestión de salud pública e invertir en la red pública.

-¿Habrá después de la pandemia un periodo de enajenaciones?

-Por supuesto que habrá un aumento de trastornos mentales. Ya lo está habiendo y diversos colectivos profesionales y asociaciones están advirtiendo del aumento de visitas a los servicios de salud mental. Como sociedades y como individuos nos hemos tenido que adaptar a una nueva realidad prácticamente de un día para otro. El largo y duro confinamiento de la primavera de 2020, la pérdida del contacto social, el teletrabajo con su parte de aislamiento, la angustia por la realidad económica, la incertidumbre laboral ocasionada por la pandemia, etc., son elementos que hay que considerar seriamente como detonantes de una quiebra de la salud mental. Por ello es muy necesario sostener con los medios adecuados la red pública de salud mental.

-Mirando el pasado, consultando los anales de las antiguas pestes, ¿cuándo termina una pandemia?

-Termina cuando se decide que el peligro ha pasado o es asumible. Me explico. Si miramos al pasado, las epidemias y las pandemias parecen terminar repentinamente de un día para otro. Sin embargo, no es así. No nos levantamos un día y el virus o bacteria ha desaparecido como por arte de magia. Es un proceso en el que no necesariamente coinciden todos los actores y grupos sociales. La ciencia normalmente considera que termina cuando la incidencia y la mortalidad sufren un descenso importante. Pero no es el único criterio. Está el económico y social y desde luego el político. Y no tienen que ir sincronizados. Socialmente puede haber un punto de inflexión cuando se produce el cansancio hacia las medidas excepcionales y se desea volver a la normalidad. El final de una pandemia suele ser el resultado de una negociación de los diferentes agentes sociales entre los que los económicos y políticos tienen un gran peso.

-¿Por qué Tucídides y otros antiguos cronistas dedicaron más detalles al pico que al declive de la epidemia?

    -Porque en el inicio de una epidemia y su desarrollo se producen fenómenos muy interesantes que superan el mero ámbito biológico. Las epidemias y pandemias son fenómenos de origen biológico que rompen la normalidad social. De hecho se transforman en acontecimientos históricos por su enorme componente social, económico, cultural y político. La irrupción de una epidemia focaliza toda la atención por la situación crítica que provocan y las reacciones que se producen ante la misma. El declive siempre ha sido menos estudiado en un sentido estricto porque aparentemente tiene menos interés. Sin embargo, donde si se ha puesto el foco es en las consecuencias de las pandemias, en los cambios estructurales que pueden acarrear una vez han tenido lugar.

-Se dice que las pestes fueron en realidad una segunda gran peste global, cuyo proceso se mantuvo en sucesivas olas a lo largo de los siglos XIV y XIX. ¿Hay controversia en este asunto histórico?

-Hay algo de controversia, pero la postura más extendida y que goza de mayor consenso historiográfico es que hubo tres grandes pandemias de peste bubónica: la del siglo VI, conocida como la Plaga de Justiniano, la del siglo XIV, la más terrible de todas y otra a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Lo fascinante es que según avanzan las investigaciones las miradas hacia el pasado van variando.

-Temor, fraternidad, incertidumbre, euforia, frustración, más incertidumbre, hartura, más hartura... ¿Es el patrón de toda comunidad durante todas las pandemias?

-En general sí. Pero siempre hay que tener en cuenta que cada epidemia y pandemia es desde un punto de vista histórico un hecho único e irrepetible. Dicho esto, es evidente que hay ciertos patrones que se repiten. Por ejemplo es habitual la negación inicial del problema por parte de las autoridades políticas, la posterior toma de medidas más o menos drásticas, la protesta de algunos sectores económicos cuya actividad se ralentiza o paraliza, el miedo de la población, la crítica y a veces también la protesta a las medidas sanitarias tomadas. Pero insisto en que esas manifestaciones toman diferentes formas en cada contexto histórico. El miedo, por ejemplo, no se expresa igual en una pandemia medieval que en otra del siglo XIX o en la actual del Covid-19. Ni tampoco la incertidumbre y ni la frustración. Los condicionantes son diferentes. En la peste del siglo XIV los judíos fueron uno de los chivos expiatorios. Sufrieron los progroms y expulsiones de las poblaciones. Hoy, aunque el temor al otro esté muy presente, la frustración y hartura que provoca el Covid-19 se vehicula políticamente en manifestaciones de protesta contra las medidas sanitarias puestas en marcha para poner freno a la expansión del virus.

-Sin ánimo de frivolizar, ¿ha habido alguna vez alguien cuerdo?

-En términos absolutos no. En relativos sí, si consideramos la cordura como una forma de estar en el mundo que busca el bien común. Por tanto muchos cuerdos quedarían fuera de la cordura y muchos locos dentro de ella.

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