La Rotonda

rogelio rodríguez

Cuestión del Rey

El Rey Felipe VI, en una foto reciente.

El Rey Felipe VI, en una foto reciente. / Efe

Antimonárquicos y soberanistas, hoy con amplia presencia institucional, acumulan carbón para caldear motores contra la Monarquía Parlamentaria. La iconoclastia ha comenzado con caceroladas en los balcones y no tardarán los cánticos y los folletos que denigran al trono y excitan las venas del pueblo inmerso en la desventura. Reverdece la conjunción republicana, también visceral y anticatólica, vástago, en sus fóbicas intenciones, del Frente Popular de 1936. En la España contemporánea todos los reyes han acabado en el exilio, menos Alfonso XII, que murió de tuberculosis en El Pardo, tras visitar en Aranjuez a los soldados enfermos de cólera, y el actual republicanismo ramplón señala a la Corona el camino de salida. Primero, al Rey emérito, como fruto maduro de la higuera que él mismo ha quebrantado, y, después, al hijo Rey, hasta ahora intachable sostén de la mejor y más democrática Jefatura de Estado que haya tenido España en al menos dos siglos.

"Somos una sociedad en pie frente a cualquier adversidad", dijo Felipe VI el pasado miércoles, durante su discurso de aliento a la población en la titánica lucha de todos contra la gran pandemia del coronavirus. Felipe VI es un monarca erguido frente al acoso radical y, con íntimo desgarro, ante el inmenso daño que causan a la Monarquía los presuntos delitos monetarios cometidos por su padre cuando encarnaba la más alta representación del Estado, una imprevista y suculenta carnaza para los enemigos del régimen de 1978. Desde su proclamación, el 19 de junio de 2014, el Rey ha tenido que adoptar decisiones graves para restaurar la honorabilidad de la Corona. Reducir la dimensión de la familia real, revocar el título nobiliario de su hermana la infanta Cristina o marginar a su progenitor de todo acto representativo, caso del 40 aniversario de la Constitución, son mandatos dolorosos que enaltecen su figura. Y lo es el comunicado de renuncia a la herencia de Juan Carlos I y la retirada de su asignación anual, aunque sobre esta medida con inequívoco carácter de sentencia existe la sombra de su tardanza -conocía el asunto desde hacía un año-, el hecho de emitirlo cuando la vorágine del coronavirus entumece la conciencia colectiva y la renuncia a explicarla en una comparecencia pública, tan lacerante como obligada.

Nadie puede cuestionar la ejemplaridad del Rey, pero tampoco se deben ocultar o subestimar las miserias morales y pecuniarias que han torpedeado la institución monárquica desde dentro. La conducta "íntegra, honesta y trasparente" que reivindica el Monarca necesita, ahora más que nunca, concretarse -y prodigarse- en actitudes tangibles que regeneren la confianza de los ciudadanos hoy vacilantes y anulen las acometidas del republicanismo carroñero. Si es en el Parlamento, en el Parlamento; y si es ante la Justicia, ante la Justicia. Juan Carlos I mantendrá siempre el laurel de impulsar la democracia e impedir que triunfara el golpe del 23-F, pero su otra y nociva condición humana lo ha derribado del pedestal que le guardaba la historia. El juancarlismo es ya una doliente antigualla; Felipe VI, una esperanza en un tiempo atestado de virus.

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