La crítica

Beberse la vida

  • Rocío Molina embriaga al Teatro con su singular 'Vinática'

De Vinática a lunática sólo hay tres letras de diferencia. Es la finísima línea que separa a los genios de la pura locura. Ejemplos hay varias decenas en la historia del arte. La octava obra en solitario de Rocío Molina, que vimos anoche en Villamarta dentro del XVI Festival de Jerez, se construye a partir de un incómodo planteamiento que va embriagándonos sin prisa pero sin pausa. Un discurso escarpado que va hipnotizándonos como los efluvios del vino amargo que porta en su copa una bailaora, Premio Nacional de Danza en 2010, que consigue llevarnos a su terreno y envolvernos en el desasosiego de la recta final de este trabajo de atmósfera agriada y crepuscular.

Ahí, en esa demoledora secuencia final, es donde queda mecida por una balada de Chopin y suspendida por una kilométrica cola negra de su vestido que actúa como arnés de seguridad para evitar que se despeñe por un patio de butacas convertido en desfiladero. ¿El público es la muerte?, se preguntaba Israel Galván hace unos días. Puede que la gloria prematura de ser niña prodigio también lo sea. Ella, iluminada por el rojo intenso del tinto (que más bien pudiera ser absenta), devuelve un enloquecido aspecto de delirium tremens sin que ni tan si quiera haya esperanza para que la borrachera le sirva de catarsis alguna. Casi el mismo mensaje nihilista que regaba el desenlace de Oro viejo, el último trabajo que le hemos podido ver en Villamarta, aunque aquí todavía más impactante y reconcentrado.

Sin alcanzar las cimas de maestría que escaló con el espectáculo anteriormente reseñado y con una primera parte con demasiados altibajos y caídas en la tensión narrativa, esta especie de arriesgado psicodrama donde unos pocos actores tratan de resolver el serio ‘problema’ interno de la protagonista acaba por situarnos en el abismo final al que se precipita esta singular bailaora. A caballo entre los aires desabridos de Leaving Las Vegas y Días sin huella, la malagueña aborda un espectáculo que a ratos se torna en una abstracción casi insoportable, hasta monótona si me apuran, pero que se va revelando pausadamente como un dantesco descenso a los infiernos que nos termina golpeando de forma certera. Una Molina convertida en esa negrísima Ava Gardner que se bebía la vida en la inolvidable biografía de Marcos Ordóñez, y en un rudo Muhammad Ali, que en este caso danza como una sutil mariposa y pica como una abeja. Porque el aguijón de la Molina pica con coraje y rabia bailaora en unos movimientos sustentados en extremos: ora frenética, ora totalmente distensionada, como cuando se vuelca en la actitud contemplativa bajo los acordes ‘asabicados’ de un enorme Eduardo Trassierra, motor musical que da cuerpo y alma a la producción.

La frialdad permanente que vive la escena, apoyada en la escenografía basada en siluetas recortadas que se amontonan en la parte derecha del escenario y en una caja desnuda, apenas se calienta con los fandangos y la zambra de Rosa Linares de Pepe Pinto —donde Molina danza con una pandereta iluminada quizás como vestigio de la panda de verdiales—, y unos apuntes de guajira que se suman a unas cantiñas fragmentadas que resuelve con su habitual solvencia Jesús Méndez, demasiado exigido por el contexto y con un cante menos suelto que el de otras noches. El resto, casi todo lo demás, es sombría amargura y acidez. El paroxismo llega por seguiriyas y liviana, y en un pulso endiablado entre bailaora y palmero a golpe de nudillos.

Si en la película de Wylder el alcohol era liberación y condena, virus y vacuna, para el solitario escritor fracasado que la protagoniza, Molina hace aquí el símil entre bebida y danza. Una danza que domina y la hace sutil pero que también es capaz de volverla tan grotesca y deforme como cuando las notas de Trassierra se callan y el ambiente sonoro se transforma en ensordecedor ruido para un baile rudo, cóncavo y convexo. El mejor ejemplo de lo que decimos, no obstante, está en ese ejercicio de precisión que hace Molina al zapatear sin llegar a rozar una copa de vino que reposa a sus pies y que luego desmonta su otro yo cuando la aplasta de un violento pisotón y la hace saltar en mil pedazos. ¿Para qué tanto derroche de técnica y dominio si no hay emoción ni profundidad?

Baile

Vinática               

Baile: Rocío Molina. Cante: Jesús Méndez (artista invitado). Guitarra: Eduardo Trassierra. Palmas y compás: José Manuel Ramos ‘El Oruco’, Miguel Ángel Ramos ‘El Rubio’. Idea, coreografía y dramaturgia musical: Rocío Molina. Música original: Eduardo Trassierra. Asesor dramatúrgico: Roberto Fratini. Asesoramiento de cantes y arreglos: Rosario ‘La Tremendita’. Percusionista asesor: Álvaro Garrido. Diseño de iluminación: Rubén Camacho. Iluminación: Antonio Serrano. Sonido: Pedro León. Regiduría: Balbi Parra. Realización vestuario: Mai Canto. Diseño y construcción de atrezzo: Israel Romero. Dirección musical: Rosario ‘La Tremendita’, Rocío Molina. Lugar: Teatro Villamarta. Día: 4 de marzo. Aforo: Lleno.

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