Grandes del Flamenco

¡Carmen, la única!

  • Carmen Amaya fue puro fuego bailando. Un baile, el que hacía, que se llevó para siempre y que nadie ha podido aún recuperar.

La única vez que vino a bailar a Jerez tuve ocasión de verla actuar en Villamarta. Fue para mí algo inolvidable. El teatro estaba lleno hasta la bandera y aquella mujer volvió locos a todos los jerezanos que asistimos; entre ellos mi suegro el gran cantaor Tomás Torre, sobrino del monstruo del cante Manuel Torre. Luego, años más tarde, sabría por mi mujer que a él también le impresionó la forma de bailar de la gitana del Somorrostro. Y a todos cuantos la vieron, en aquella única ocasión, pues fueron muchos los comentarios laudatorios que llegué a escuchar. Y todos estaban de acuerdo en señalar a la bailaora catalana como algo inconmensurable y nunca visto, porque su arte y su forma de interpretarlo no tenía parangón ni antecedente.

Todos señalaban a Carmen, Carmen Amaya, como la única, la más prodigiosa, verdaderamente genial; añadiendo que no se parecía a nadie, porque era totalmente distinta, ya que donde las demás ponían serenidad, garbo, majestad y donosura, Carmen Amaya ponía violencia, fuego, pasión, arrebato, velocidad. Y rompía todas las academias, todos los estudios. Era, por lo tanto, inclasificable. Única.

Recuerdo que mi gran amigo, el que fuera su último guitarrista, Andrés Batista, el mismo que le tocó en la película "Los Tarantos", me decía que ya Carmen estaba gravemente enferma cuando rodó la misma, y sin embargo tuvo arrestos, todavía, para sacar fuerzas de flaqueza y bailar como lo hizo, en una de las escenas más tremendas de la obra, que llegara a ser su testamento artístico.

En una época de grandes genios mundiales de todas las artes, allá por los años treinta y cuarenta, Carmen Amaya anduvo conquistando las Américas y hasta el corazón de un poderoso presidente de los Estados Unidos, que le regaló la fantástica y ya más que célebre chaquetilla de baile engarzada en toda clase de piedras preciosas que ella desengarzó, una por una, para repartir entre sus hermanas y numerosos familiares que iban en su compañía, abarrotan todos los teatros del mundo, donde era aclamada y aplaudida lo mismo por el anónimo público, como por las más grandes figuras del cinematógrafo, las artes, la ciencia y la política.

Fue la más universal de todas nuestras bailaoras, la más conocida en el mundo, pues lo mismo bailaba en Londres que en París o en Nueva York y Buenos Aires. Y siempre entregándose totalmente, como si bailara entre los suyos, dando el máximo de su arte, sin recatarse lo más mínimo. Repartiendo a manos llenas, en todos los grandes teatros, la grandiosidad de su baile, vibrante, generoso, sobrado de recursos; pero sin escuela y sin técnica. Porque cuando Carmen, la Carmen Amaya que tantas veces conmovió al mundo con su baile, salía a los escenarios, ella era la maestra y la alumna, la que abría su propia escuela y la que imponía su propia y rara técnica. Sin parecerse a nadie, sin querer ser como nadie, sin acordarse de nadie. Sólo de ella, de lo que le dictaba su propio corazón de artista gitana.

Y ocurrían muchas cosas, cosas importantes y mágicas, cuando Carmen levantaba los brazos, cuando Carmen bailaba por seguiriyas, aquella su seguiriya, con larga bata de cola blanca, o se presentaba vestida de pantalón, para hacer la soleá, la farruca y otros bailes de rápida y endiablada ejecución de pies, bailados como decía la vieja copla flamenca, "con la misma violencia que lleva el ferrocarril". Y ella, que era tan chica de estatura, agigantaba entonces su figura sobre las tablas, zapateando y dando vida y sonido, a un baile nuevo, distinto a todos los demás, que era su baile; la música que llevaba en sus pies y en sus zapatos, la que arrastraba y ceñía su cuerpo, enloqueciendo a las gentes, encendiendo clamores y poniendo las almas en vilo, porque aquello era realmente increíble y nunca visto en ningún teatro, ni en ninguna otra diosa de la danza.

Y el fuego que la arrebataba y hacía posible lo imposible fue el que la llevó a la más alta cumbre del baile flamenco, destacándola sobre las demás bailaoras de su tiempo, inventando y creando el raro baile que electrizaba y sobrecogía a los públicos, a aquellos que tuvieron la suerte de verla bailar en vivo, sobre un escenario. Un baile que Carmen, la única, la irrepetible Carmen de los pies de oro, hacía al conjuro de su propio corazón, puesto en danza, sobrecogido de escalofríos telúricos; por encima de todo ritmo y de todo compás, de todo precedente. Porque su baile no procedía de maestra alguna, ni de sus antepasadas de las cuevas del Sacromonte, ni de nadie que la hubiera enseñado. Porque ella creaba cada vez que bailaba; se reinventaba a sí misma; encendía y apagaba su propio fuego interior, cuando bailaba. Eso la hacía ser única y diferente y así fue aclamada siempre, mientras vivió, como ¡Carmen, la única!

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