Festival de Jerez

Credo

 Creo que la paternidad es una circunstancia azarosa: por más pensada y buscada que ésta sea, por más empeño que pongamos en el posterior cuidado de sus frutos. 

Así, la mía con el Festival de Jerez. Porque, ¿qué buscaba en aquella lejana –y tan cercana, a la vez— fecha de abril de 1997, cuando la criatura recién parida nos removía con sus primeros jipíos, con sus resueltas pataítas? O, más aún, ¿qué me une hoy a este chavalote descarado que va para la veintena y que, al fulgor de su edad, se autorretrata en estos días con mil rostros (todos reconocibles) y una salud envidiable?

Lo que pretendíamos entonces está en los papeles y se ha escrito cien veces: una cita anual, un encuentro de proyección (verdaderamente) internacional con el argumento del baile flamenco y la danza española como hilo conductor; que, por su calidad, amplitud de miras y  diversidad de sus registros (espectáculos, formación, diálogo con otras artes, actividades e industrias creativas), fuese capaz de concitar el interés de profesionales, aficionados y viajeros curiosos de todo el mundo. Y esto, en Jerez: porque Jerez es la madre.

Lo que tenemos hoy es el resultado del cariño y del esfuerzo de muchos, del desapego y la mala voluntad de unos cuantos y de la energía incontenible de una fuerza creadora, vital, que se llama ‘flamenco’. Hoy, el Festival de Jerez es el compendio de políticos que creyeron en la necesidad de lo desconocido; de artistas que supieron escapar del cenital cegador y llenar de luz las sombras; de cronistas que se jugaron el rostro por decir no o advertir –voz sobre papel-- los caminos errados; de un equipo humano que supo cumplir con su trabajo, pero, sobre todo, con su devoción. Hoy, más que nunca, el Festival de Jerez muestra su rabiosa fortaleza: su pegada, su capacidad de encajar golpes que son turbulencias: los caprichos del destino.

Hace tiempo que el Festival de Jerez dejó de ser el hijo de alguien para convertirse en el empeño compartido de muchos: ahí radica buena parte de su fuerza, de su vitalidad. Pero haríamos mal en engañarnos si no entendiésemos que en su naturaleza holística está también el germen de su debilidad. Nuestro Festival necesita creyentes más que visionarios, trabajo a la par que inspiración; compañeros dispuestos para un largo viaje, no acompañantes cortoplacistas. El Festival necesita enjundia, no maquillajes; ojos, en lugar de selfies; manos generosas y botas nuevas curtidas a base de ingenio y euros.

El Festival de Jerez -¡feliz veinte aniversario, chaval!- está tan vivo que nos necesita –a los que ahora son; a los que éramos y ya no somos los mismos- para seguir viviendo.

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