Festival de Jerez

Tiempos modernos

Hay un desenlace manifiestamente nihilista. Nada importa porque el tiempo, representado por los granos de un reloj de arena, termina por absorberte, por engullirte hasta hacerte polvo dorado. Es sobre la martilleante Tortura, la danza de apariencia tribal con la que Rocío Molina cierra Oro viejo, sobre la que recae el poso metafísico que encierra un espectáculo que tiene mucho de autoanálisis. El vértigo, pese a la juventud, del paso del tiempo. El ser y la nada. El segundero incansable que no cesa y nos aboca a la desaparición.

El angustioso tic-tac de la vida escenificado por la perfecta matemática que representa el baile de la malagueña: sus ágiles quiebros, sus estimulantes torsiones, sus expresionistas giros de muñeca, sus continuas ondulaciones, sus brazos juguetones... Tic-tac. Tic-tac. Rocío hace como la que se detiene pero es mentira. Juega con nosotros para arrastrarnos a un lenguaje que hace como que nos entretiene para al final asestarnos la sentencia definitiva. Desde la fiesta de los toros y el pasodoble inicial hasta La limeña, pasando por la guajira y el original y bien logrado número en el que canta Mary Santpere y los bailaores danzan sentados (o casi) en un banco, Molina sólo avanza hacia la penumbra de la nada. Hacia la solemnidad definitiva del polo que comparte con Laura Rozalén, artista invitada.

Ya no busca Molina en las entrañas del movimiento, en cómo moldearlo y usarlo a su antojo para expresarse indómita, en total libertad. Superada esa indagación de los últimos años, que alcanzó su cúlmen en Almario, el espectáculo que presentó anoche en el Festival de Jerez persigue nuevos hallazgos encaminados al dominio de la simbología, de la poética de la imagen. Todo eso, con un mensaje conciso: la vida significa entender que nada dura para siempre. Un concepto de tiempo, al modo de la tragedia griega, que devora la existencia en su perpetuo rebrotar. Madura y serena reflexión que demuestra la precocidad de una artista adelantada a su tiempo, con una inteligencia varios cuerpos por delante de la amplísima mayoría de su generación.

Una visionaria con un serio compromiso escénico, ético y estético que trasciende su propia obra y que subyuga al espectador con una elegante y milimétrica planificación que exige una estricta actitud contemplativa en la que no tienen cabida los prejuicios ni estereotipos. Lo mismo los hombres bailan en un paso a dos, que Rozalén muestra que la antítesis del ideal de la danza estilizada tiene tanto que aportar como la que más. Con una riqueza expresiva, socarrona y cupletera, y una portentosa capacidad de transmisión, especialmente tangible en el número de La falsa moneda, la bailaora siempre se mostró a la altura de las altas exigencias que dicta Rocío Molina.

Ocurre algo parecido con el resto de componentes del elenco, ya sea en la vertiente dancística, donde sobresale un Moisés Navarro atlético pero entregado a la emoción; o en el apartado estrictamente musical, donde el toque de Rafael Rodríguez 'Cabeza' alcanzó ayer cotas de ensueño. Su aderezo en la malagueña instrumental que bailó la Molina sólo se vio superado por la parsimonia y refinamiento con que ejecutó la sensual guajira con la que la joven artista se pavonea como una frágil muñeca. Del mismo modo, Rosario 'La Tremendita' contribuyó con sus apariciones escanciadas a realzar la propuesta e hizo vibrar sobrada en la milonga y en la complejidad con la que ejecutó el polo de clausura.

Decidida perfección y sincretismo que nos acerca al 'universo Molina' con apabullante brillantez, pero que también se convierte en lastre al alejarnos por momentos a consecuencia del ritmo repetitivo-cadencioso que adquiere en algunos momentos la narración. Hay piezas bellísimas que se alargan en exceso, como los martinetes de Tía Anica, Jacinto Almadén y Mazaco; y otras como el polo en la que el protagonismo compartido a partir de una imaginaria división en dos de la cámara escénica, que se ilumina al 50%, sólo deja deleitarnos a sorbos con el arte de Molina.

Un concepto de espectáculo y regusto estético que nos evoca y deja resonancias del trabajo de Estévez y Paños al frente de Dospormedio. Algo que se percibe en el modo de seleccionar las piezas -mezclando sonidos de anticuario con otras músicas no exclusivamente flamencas-; en la combinación de la ironía, la abstracción, el surrealismo y el buen gusto; y en el ritmo y sincronía con la que se mueven los intérpretes, en parejas o en sus individualidades.

Sea como fuere, al final, subyace esa máxima platónica por la que "el tiempo es una imagen móvil de la eternidad". Visto de ese modo, Oro viejo es un deliberado impulso, más allá de sus constricciones argumentales, por perdurar. Un elogio del tempus fugit, pero también del carpe diem. Tópicos universales que es clave nos exijan tener presentes. Tiempo de reflexión. Tiempos modernos para la danza en su máxima expresión artística.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios