La crítica | 'Carta blanca'

Una mirada al precipicio

Andrés Marín baila dentro de un plástico en un momento de ‘Carta Blanca’.

Andrés Marín baila dentro de un plástico en un momento de ‘Carta Blanca’. / Manuel Aranda

Quienes hemos seguido la trayectoria artística de Andrés Marín sabemos positivamente que no es un bailaor al uso, y que su lenguaje se acerca más al arte contemporáneo que a los cánones clásicos. El sevillano huye de la cotidianidad, se rebela contra los arquetipos habituales, asomándose siempre al precipio del riesgo, de lo desconocido y a veces hasta absurdo. Así es y así lo exhibe en cada uno de sus espectáculos. Otra cosa es que te guste o no pues bien es cierto que independientemente de que sus dotes bailaoras sean del gusto o disgusto del espectador, lo que sí está claro es que arroja cantidad de información en cada montaje, y eso a veces, simplemente porque nos faltan datos, acaba por enturbiar cualquier percepción.

Es quizás el gran problema que hoy día tienen muchos artistas, que ofrecen una realidad de las cosas tan subjetiva y personal que no terminan de enganchar al público (más que nada porque no entienden nada) o si lo hacen es únicamente a base de chispazos de talento, pero no globlamente.

En esta 'Carta Blanca', una pieza creada en 2015 para el Museo de Picasso de París, Marín muestra su lado más frenético, centrando su mensaje en la música y abordando cada momento del mismo de forma irregular, sobre todo cuando hablamos de cante. Aún así, en él podemos disfrutar de dos voces potentísimas y experimentadas, como José Valencia y Segundo Falcón, que a lo largo del espectáculo interpretan seguiriyas, farruca, polo, romances, bulerías o el pregón de Macandé. Ahora bien, casi nunca en el concepto tradicional, y en la mayoría de ellas o se acompañan de una guitarra eléctrica, una batería, el clarinete o hasta una zanfoña (excelente por cierto Raúl Cantizano).

Marín vive permanentemente en un estado camaleónico, baila con máscara, con cencerros, se enfrenta a sus prejuicios y mantiene una lucha con el sonido que pasa de ruido a silencio en cuestión de segundos. Es anárquico, selectivo y mantiene ese universo rectilíneo en cada uno de sus replantes, replantes que, por cierto, también llegan como flashes hacia el espectador.

Así discurre 'Carta Blanca', un espectáculo, cargado de altibajos y que está claro que para el público de a pie es difícilmente comprensible, aunque no por ello está exento de talento ni de un buen trabajo (se nota expresamente que ha sido expuesto ya en muchos sitios).

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