Cultura

Del amor al desamor, de la risa al llanto: exploraciones genéticas del cine español

Todo empieza en La estrella (la película de Alberto Aranda protagonizada por Marc Clotet, Ingrid Rubio, Carmen Machi y Fanny de Castro y proyectada ayer en el Teatro Cervantes dentro de la sección Málaga Premiere) con un espectacular revolcón, un homenaje al folleteo de primera que no puede faltar en una cinta española. Si es desde el primer minuto, mejor ¿no? Al menos, a uno no le da tiempo olvidar que está ante una película rodada en España, por y para españoles. Habla de dos parejas, una que va fatal (el marido pega a la mujer), y la otra que es sexo y amor continuos pero que empieza a flaquear hasta tal punto que, seguramente, en unos años, acabará como la primera. Quiere ser un reflejo de un (des)amor prolongado sin necesidad, y de como siempre habrá un relevo dispuesto a seguir esa negritud emocional que no lleva a ningun lado. Eso es lo que quiere ser, pero como de todos es sabido, querer no es poder.

La estrella sabe de voces, pero no de lenguajes. Tal vez en la novela de Belén Carmona (en la que se basa la película) todo suene en armonía, y las descripciones de sus personajes permitan al lector creerse sus diálogos y su áspero argumento, pero en su adaptación a la gran pantalla todo se halla muy descolocado. Todo chirría como un presuntuoso calcado literario de mala calidad, un copia y pega descaradísimo, donde el drama se tambalea entre la comedia no pretendida y el desastre. Uno cree estar asistiendo a un desfile de secuencias mal interpretadas, mal escritas y mal llevadas. Sus apáticos protagonistas, para colmo, le impiden conectar con una historia hilada a través de conversaciones que resultan demasiado literarias, demasiado perfectas para un relato doloroso y para nada alegre. El coñeo entre los personajes, que ya busca relajarle y sacarle una sonrisa, puede que sea lo más realista de esta desechable película. El problema viene cuando este cachondeo de barraca al que se apuntan todos para hacer la gracia, causa más indiferencia todavía. Cuando uno se pasa hora y media riéndose de situaciones dramáticas, a la hora de reaccionar a la gracieta de turno no le quedan ni ganas ni fuerzas, pero si le quedan, no sea insensato, úselas para algo que valga la pena; ni se le ocurra verter su tiempo y energía aqui. Saldrá ganando.

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