Pasarela

El duque se queda en casa

  • El marido de la reina de Inglaterra ha asistido a más de 22.000 compromisos en estos 65 años

  • En agosto cierra una agenda de obligaciones a la que nunca rehusó

Al ser el más veterano descubridor de placas que existe en el mundo, según se autodefine, es razonablemente comprensible que en sus charlas informales de cóctel, donde hay que hablar mucho sin decir nada, se haya resbalado con más de un comentario impertinente. Han sido cien países (sin llevar pasaporte) y un millar de vueltas por el extranjero, con más diez mil desplazamientos por las islas, un poco de comprensión. Los objetos de una exposición de arte etíope le recordaron las manualidades que le obsequiaba su hija, la princesa Ana; o a Cate Blanchett le pidió que le arreglara el dvd de su cuarto, creyendo que en lugar de actriz era la representante de la industria de los electrodomésticos. Descendiente de la casa real griega, a su vez de recio origen alemán y danés y emparentado con la casa del Zar, Felipe de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, nació en la idílica isla helena de Corfú hará 96 años el 10 de junio, pero por supuesto que se siente británico hasta los tuétanos de unos huesos que aún se mantienen firmes y que lo elevan a 1,88 metros. La espartana juventud militar le marcó y le fortaleció aunque su carrera en el aire la tuvo que dejar al lado para esta profesión en "la Empresa", la Casa Real, para la que lleva 65 años de dedicación plena, un jubileo de zafiro, tal como se cumplió en febrero, con sus 23.500 días de traje, corbata y sonrisa.

Pero eso ya se acabó. O se va a acabar. Felipe de Edimburgo, esposa de la reina Isabel II, se retira de toda obligación protocolaria, aunque no se olvidará de las más de 700 instituciones de la que es representante real. Pero todo lo demás se acabará en agosto. Lo de ir un paso atrás de la reina, acompañarla donde sea preciso, relevarla donde sea conveniente y agasajar con su sola presencia allá donde se le requiera. Se acabó. Toca mantita y paseo por los bosques de Balmoral. Bastante he hecho ya, se dirá para sí mismo el consorte perpetuo, el marido de una reina que se dedicará a su trabajo hasta el fin de sus días, quién sabe cuándo. Él, por su parte, se queda sentado, mientras se sentirá desesperado su hijo mayor, Carlos, el príncipe eterno. El cierre definitivo de su agenda causó un seísmo institucional este jueves. La reunión con los principales funcionarios de la Casa Real barruntaba aún decisiones más drásticas. Pero ni abdicación (impensable), ni fallecimiento, que eran las suposiciones de medio planeta.

Al a veces hosco Felipe, de rictus severo, sus súbditos no le podrán reprochar que no ha sido cumplidor de sus obligaciones. Le perdonan sus meteduras y algún conato de tragedia como cuando pilotando un avión en 1981 estuvo a punto de colisionar con un Boeing en el aire. Pifias y pifiazos al margen, él siempre estuvo mentalizado con su dedicación. Lo lleva en la sangre y en el destino. Su boda fue de lo más frugal que designaba la posguerra, con unos vestidos y una comida sufragada mediante cupones de racionamiento (todo eso marca, por supuesto) y cuando se casaba con la heredera del rey Jorge VI sabía a lo que estaba llamado. Eso no le impidió echar canas al aire, tras un intenso currículum sentimental anterior a su noviazgo con la chica de los Windsor. En noviembre de 1947 se casaban, nombrándose entonces ya duque de Edimburgo, pero nadie imaginaba que se convertiría en marido de la reina (y jefa de la iglesia anglicana) apenas cuatro años y medio después, en febrero de 1952. Y desde entonces, sin parar, desde que supo el fallecimiento de su apocado suegro en pleno viaje oficial en Kenia.

A sus casi 96 años no hay un varón en toda la historia de la casa real inglesa tan longevo y por supuesto con tanto tiempo al pie del cañón, de los salones de Buckingham. Junto a su mujer, con quien protagonizó alguna discusión filmada (como aparece en la serie publirreportaje The Crown) ha visto pasar primeros ministros de todos los colores y ha dado la mano a millones de paisanos y forasteros. Lo dicho, una fatiga institucional, una perpetuidad de más de 22.000 compromisos, a casi un ágape por día. A una media de charla diaria de pie con algún convecino. Cuánto me agrada verles, qué bonito es este pueblo, como consorte que soy os debo una explicación (no, nunca ha sido de explicaciones). En la Guerra Fría le habría gustado visitar la URSS y ponerle cara a los herederos de los que dieron matarile a parte de su parentela.

Se marcha a su palacio justo cuando el Reino Unido sentencia su Brexit. Él ya lo verá todo desde su estancia, con ese cóctel de ginebra que acompaña al de su esposa, oyendo de lejos la BBC, la que le anunció más de un disgusto y alguna que otra alegría. Parte de los 80.000 millones de euros en los que está valorada la imagen de la reina de Inglaterra los ha pulido él con su discreción (aunque a veces no fuera así) y sobre todo su leal abnegación. Los británicos no pueden quejarse de un consorte activo, a veces hiperactivo, que con su mejor o peor cara siempre fue un emblema de rectitud en un país donde la reina sigue reinando por todo lo alto.

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