Es cierto que la calle es de todos. Una vía de la que cada ciudadano puede hacer uso cuando le plazca y con todo el derecho del mundo. Ésta es, en parte, la definición en la que va la poca libertad deambulatoria que poseemos, al menos, en esencia. Pero si se dan una vuelta por las barriadas de algunas ciudades andaluzas y miran con atención durante los pocos segundos de intimidad que les regalen sus teléfonos, en el acerado verán la cantidad de motos abandonadas que se apilan en aparcamientos.

Allí, enterradas en el polvo amarillento por el paso del tiempo y la contaminación invisible, ven pasar el tiempo y el avance de la ciudad sin que nadie haga nada por recuperar el espacio que ocupan. Ni para retirarlas ni para volverlas a usar. Nada, en pause. Por los siglos de los siglos y amén sin que nadie diga ni media. Para colmo, los incombustibles y pacientes moteros que quieran disponer de una plaza libre para incrustar sus, esta vez sí, rodados motociclos, tendrán que apañárselas con la plaza libre que queda entre éstas. O en todo caso, si el valiente quiere atreverse con semejante hazaña, podrá retirarla a un nuevo espacio vital en el que permanecerá tal cual hasta que otro lo mueva de nuevo. Como si fuera un ajedrez. El ajedrez de las motos abandonadas que nadie retira nunca.

Y es que mientras el centro de nuestras ciudades luce en la mayoría de los casos perfecto, la sombra de la incompetencia municipal se cierne sobre los barrios. En algunos más que en otros. Tanto es así que hasta que algún vecino con conciencia social no da el aviso respectivo a las autoridades, las cosas permanecen así, inalterables, permanentes, inmutables por todo el tiempo del mundo. Como esas motos abandonadas en los aparcamientos desde donde se les empiezan a amarillear y a cuartear los asientos de piel. Esperando a que alguien las reclame o ponga a punto para poder disfrutar de nuevo de un tour por la ciudad ahora que al fin ha llegado el verano.

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