Jerez íntimo

Eduardo Barra

Querido Eduardo Barra: he de confesarte que si con la mano izquierda tengo apretada en mi pecho una estampa antigua del Mayor Dolor… es porque con mi mano derecha hoy quiero escribir tu nombre. Un nombre que siempre sostuvo la llave -matarile- del alma de niño -del alma de guiño- de tu corazón risueño. Alegría en la boca como automatismo de amor al prójimo. Porque cumplías a rajatabla la máxima de Pailleron: “tenemos solamente la felicidad que vamos dando”. Sentías las cofradías con repelucos a la antigua usanza: tan de pureza que en aquellas retransmisiones de Radio Popular siempre acababas con un nudo en la garganta y con la llantina en el directo de las ondas radiofónicas. Yo sé, Eduardo, que donde ahora tú pisas… todo es de color. Como así entonaba con garganta de espasmo y fascinación la hija guapa de la Negra. Eras, Eduardo, cuanto aquí, en Andalucía Occidental, denominamos -sin tener que aludir a las teorías de Jean Paul Sartre- como “buena gente”.

Salías a nuestro encuentro al cernudiano modo: sin haber pactado la cita y sin “haber quedado” siquiera. En pleno hemisferio norte de la calle Larga, a la salida de la iglesia de San Francisco o allá donde el Consistorio deriva en Dios hecho eccehomo. La dentadura imperiosa en la sonrisa amiga, las cejas pobladas de pelo cano, los ojos saltones como saltones son los ángeles querubines en las volutas algodonadas de la (indisociable) eternidad. Donde tú habitas renace al alba un sol sin mañana, una mañana sin ocaso, un ocaso sin corona y una corona sin diamantes que ya te han permitido reencontrarte con tu mujer -compañera del alma, compañera- Rosario. Esposa a la que comprabas un regalo por su cumpleaños incluso años después de fallecida porque su muerte jamás encajó en la realidad de tu raciocinio.

¿Has vuelto a enseñarle a tu padre esa foto en la que tu hermano -¡y mío!- Paco y tú -ambos color sepia- miráis al objetivo, de niños muy chiquititos, vestidos ya -¡primeros años cuarenta!- con la túnica de vuestra clásica cofradía de la Virgen del Dolor “que todo lo llora y todos lloran con Ella”? ¡Anda que no estarás contando -a lágrima élega y a carcajada partida- a tu madre todas las anécdotas de estos últimos años de secretos sin cerradura! Madre, la tuya, cuyo féretro yo también llevé a hombros hasta el altar mayor de su funeral córpore insepulto. En la calle Doña Blanca había una casita de abrigos largos en invierno y arroz con leche en primavera donde el magisterio se impartía con sones de cariño materno-filial.

En esta ciudad de Jerez, ahora estudiando a codos la reválida de tu vacío, mi recordado Eduardo de risa sonora, has dejado hoy todas tus chaquetas. Y, en sus bolsillos, en todos los bolsillos de todas tus chaquetas, infinidad de recortes de periódicos antiguos con noticias reseñables de cofradías. Siempre me enseñabas los recortes de periódicos viejos con titulares que emocionaban de puro calambre sentimental. Los bolsillos hondos y profundos de tus chaquetas eran la hemeroteca de un amante de la Semana Santa de Jerez de cuando entonces.

En San Dionisio, iglesia de la fisiología cofradiera que anidaba y anida en tus adentros, te reconvertías en un hombre de madera ante tu Virgen de carne y hueso. En la Hermandad de continuo, así como resplandecía la moraleja de Pemán en ‘El divino impaciente’, hiciste “lo que sencillamente había que hacer”. Supiste, Eduardo, caminar a ras de tus sueños y de tus ensueños. Ya andabas demasiado pachucho como para aceptar las cuatro paredes de miradas perdidas que rebotaban entre el suelo y el techo, entre el techo y el suelo. Aunque siempre te alcanzó finalmente los quince segundos de reconocimiento para sonreír al amigo visitante. ¿Verdad que sí, Manolo Fernández García-Figueras? Moriste dejando huella. En el vitalismo de tu acción proactiva. Ya, al fin, posees el don de la ubicuidad. Y en todas partes estás, Eduardo. Y, con León Felipe, puedes proclamar a viva voz: “Romped,/ romped todos los cuentos,/ que no quiero verme/ en el tiempo/ ni en la tierra/ ni en el aire sujeto”.

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