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Jerez: Manolito Guerrero Ramos

Aún lo estamos viendo en los intransferibles senderos de la nostalgia. Aún lo estamos viendo en la cima del paso del Señor. Aún lo estamos viendo de acá para allá como un chiquillo revuelto de trajines. Aún lo estamos viendo cómo cruza la calle Corredera mientras arrastra dos bolsas enormes –negrísimas- de basura hinchadas de restos de flores de los altares de San Francisco después de la poda y de la coda diaria. Aún lo estamos viendo sentado en las silletas separadoras del besamanos del Señor de la Vía-Crucis, de espalda al público y de frente al Amor de sus Amores, con su traje oscuro, su piernas livianamente arqueadas hacia dentro y su friso de pañuelo blanco asomando por el bolsillo de la pechera como un signo de la bandera blanca de la paz que encaminó todas sus acciones y todas sus decisiones.

Aún lo estamos viendo –ya infartado del corazón- escapando de la vigilancia de su mujer para incorporarse a la representación de su Hermandad de las Cinco Llagas de aquel Corpus Christi de su último año de vida. Aún lo estamos viendo caligrafiando postales de consuelo y respaldo a los hermanos que habían perdido algún ser querido: aquellas letras tan donosamente redondeadas, tan pendolarias y tan artísticas como a la cervantina cortadas. Aún lo estamos viendo encima de la tarima del Patio de los Naranjos de la Santa Iglesia Catedral recibiendo la distinción de Cofrade Ejemplar, de Cofrade en Potencia, y leyendo a posteriori unos versitos de su propia cosecha como correspondencia y agradecimiento.

Aún lo estamos viendo, cada noche del 5 de enero, recibiendo a la comitiva de los Reyes Magos de su Hermandad en su domicilio de la Barriada de España, última estación de la marcha real siempre con desprendidas atenciones de raciones de quesos, choricitos, atún con mayonesa y la mesa bien regada con los más óptimos vinos de la tierra. Aún lo estamos viendo arrebatándoles los cubos de agua a las limpiadoras de la iglesia de San Francisco para ahorrarles los viajes y los trasiegos a las susodichas desde el atrio del templo hasta el grifo del patinillo interior. 

Aún lo estamos viendo limpiando la mano de su Señor en esos Besamanos que ya nunca volvieron a ser las mismas ceremonias después de su ausencia. Aún lo estamos viendo –con ojos abrillantados por la granazón de los recuerdos- rememorando las enseñanzas de los Manuel Martínez Arce o Sebastián Santaolla, por citar sólo dos de los nombres que más habitaban en la lectura de sus referencias. Aún lo estamos viendo trabajando a destajo, a deshoras, por la Hermandad de sus desvelos sin pedir cuentas a nadie, sin indagar en los añicos de los parabienes.

Aún lo estamos viendo: la sonrisa prominente, la dentadura aventajada, los ojos saltones y ahuevados, el paso saltarín y racheado a la misma vez, la voz entre temblorosa y tierna, la espalda ligeramente encorvada, las pupilas siempre bañadas como en un lagrimar de cariños a punto… Aún lo estamos viendo: la nariz esquivamente aguileña y algo porrona, como un asomo del olor a Cristo que sólo olfatean los elegidos por los emisarios, por los diplomáticos, por los embajadores de los ángeles del cielo. El jersey de lana abrochado con botones de simetría, bien ajustadito a su cuerpo menudo, las camisas a rayas de cuello duro, muy planchadas, muy alisadas, muy bruñidas y acicaladas, como si el mármol de su abrigo puliese la letra rectora y redactora de la tersura y de la lisura de la bondad humana. Manolito Guerrero fue precisamente eso que necesita –como agua de mayo, como pan del cielo- toda Hermandad y Cofradía que se precie: un hecho diferencial. Un hecho diferencial que hoy insertamos en papel prensa como signo incólume de los memoriales de quién fue quién en la Semana Santa de Jerez.

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