JEREZ ÍNTIMO

De Jerez, cabinas y periódicos

De adolescente siempre me pregunté si estaba legislada la suma de minutos que una persona podía permanecer dale que te pego a la sin hueso – con la oreja derecha cosida al teléfono manguera- en las otrora cabinas a pie de calle. El común de los mortales suponía entonces que las cabinas telefónicas centraban su funcionalidad en las llamadas de cierta o extrema urgencia. No obstante su utilidad pronto machihembró con el libre albedrío. Con la libre disposición. Con el mando en plaza. El usuario más charlatán e impenitente se encontraba a sus anchas. Y nada digamos los tortolitos peladores de la pava. Las largas colas en derredor de una cabina no plasmaban inusuales estampas cotidianas. Eran decorado común del mapamundi urbano.

Entonces no existían -ni se le esperaban, como al general Armada en el Palacio de la Zarzuela durante la noche del 23F- los WhatsApp ni aún los teléfonos móviles. La comunicación con tu interlocutor crecía -se sostenía a contrarreloj- a base monedas que desaparecían por el negociante desagüe de la ranura tragaperras. Esa ranura sí que tragaba perras en nuestro suelo cañí. Y es que las cabinas eran habitáculos cómplices -picarones, fetiches de la sonrisa secreta- hasta que la televisión en blanco y negro de la España tardofranquista encerró angustiosamente en una de ellas – al trasluz pero también a la sordina del exterior- a José Luis López Vázquez. ¡Antológico mediometraje coescrito por Antonio Mercero y José Luis Garci!

A partir del toque de queda y toque de agonía de López Vázquez en esa especie de vertical ataúd acristalado -asfixia de plano medio-, las cabinas desprendieron cierto halo claustrofóbico. Aún así: la desconsideración del hablador con respecto a la decreciente paciencia de quienes, a las afueras, guardaban turno constituía un ancho tributo al pasotismo. Oídos sordos a beneficio de inventario. Camilo José Cela, circunspecto como una mueca extemporánea, hubiese espetado: ¡Hay que poner coto a estos desmanes!

A día de hoy casi no existen cabinas telefónicas en el trazado jerezano. Fallecieron al unísono y en tropel. La modernidad se autoimpone a veces sin dar pábulo a ninguna concesión. Pragmatismo robotizado al poder. Empero sí existe otra usanza de similar catadura. O cara dura. Juzgue el lector sin decir oxte ni moxte. Me refiero al derecho adquirido de la propiedad privada -sin corto plazo de devolución- de la lectura del periódico en el bar de tu desayuno diario…

Bar de confianza por múltiples razones en el que sin embargo habita el cazador del papel prensa… para los restos de la hora larga. Mínimo. Porque el fulano de copas ya adopta la irrefutable costumbre de pegar los morros a la actualidad impresa justamente a lo largo y ancho de hora y quince minutos -y así un día y otro (al acecho, a quemarropa, a bocajarro, a traición, en el hurto trapero)- para desespero del resto de los habituales clientes desayunadores. Quienes maldicen entre dientes toda clase de venablos (bien merecidos, sea dicho en descargo de una torturadora contención por mero civismo).

En España, el periódico del bar de abajo -así como la libertad de expresión y la obligación tributaria- corresponde a todos. Y no a un unilateral derecho de apropiación indebida. Mi padre -que gloria haya- solía decir que a nuestros semejantes se les puede tolerar casi todo menos el abuso. Y así es en efecto. Porque el uso del abuso, o el abuso del uso, es una mueca sorda -pro domo sua- de la voluntad, en aras de la exaltación del yo (con ribetes egoístas). El abuso es además una flagrante falta de respeto –un insulto encubierto- a la potestad que corresponde al otro. Mi amiga Toñi Macías Sánchez comentó no ha mucho que “los periódicos en los bares deberían tener un temporizador y, cuando suene, entrega inmediata al siguiente cliente en espera”. ¡Cuánta razón te asiste, vecina mía! ¡Tú y yo hemos sufrido cuanto aquí se denuncia! ¿Sí o sí?

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