Tierra de nadie

Mandela, historia de un imposible

 PARECE que su tiempo termina, parece que la hora en la que pueda, por primera vez, encontrar el descanso que su cuerpo reclama y su espíritu le niega, está muy próxima. Sabemos de la levedad de nuestro ser, lo asumimos… ¡qué remedio! Sufrimos la cortedad de nuestro existir… nos resignamos, no queda otra opción. Pero cuando alguien como Nelson Rolihlahla Mandela se acerca a esa frontera opaca que le hará inaccesible, por siempre, para nosotros; cuando el presagio, plomizo y contundente, nos deja ver la gris densidad de esa bruma que comienza a enroscarse con ansiosa parsimonia alrededor de su cuerpo cansado; es inevitable asumir la insultante pequeñez que atenaza nuestro existir.

Se va un hombre grande, uno de esos que nacen cada demasiado tiempo, uno de esos que tanta falta hacen para conseguir arrimar este mundo a la posibilidad de hacerlo un poco mejor para poder vivir en él. Nada podemos hacer… La impotencia –no, en este caso, el porqué– es una imposición terrible. La falta de opción para decidir se convierte en la peor de las dictaduras cuando la certeza de nuestra  nulidad pasa a constituirse en la realidad en la que existimos.

Llegué, por primera vez, a Sudáfrica, antes del fin del “apartheid”. Cuando entré en la casa en la que iba a vivir, el dueño, un sudafricano de raza blanca, me dio un revolver y me dijo: “aquí no hay problemas con la seguridad, pero si algún “baboon” (babuino en inglés, término despectivo con el que se llamaba a los negros) entra a robar, le pega un balazo y lo tira a un  hoyo, no tiene ni que llamar a la policía”. Creí que bromeaba, pero no.

Es una anécdota, simple y brutal, que puede servir para ilustrar de modo simple y somero pero gráfico, la tragedia que supuso para los negros el fanatismo sangrante e irracional de la segregación racial en la República de Sudáfrica hasta 1994.

Pero éstas no son hoy líneas para tratar sobre las injusticias, si no para intentar hacernos pensar, aunque sólo sea por escasos momentos, en cuan distinto sería nuestro mundo si pudiésemos contar con gentes, en número suficiente, como Mandela… o Gandhi, o Vicente Ferrer, o Luther King, o la madre Teresa…

Mandela se muere habiendo evitado una terrible tragedia en el pedazo de África en el que nació al imponer sus principios a las miserias que oxidan el corazón del hombre. Muere, habiendo dado la vida, gracias a su cristalino sentido de la Justicia, a una nueva nación en la que, hasta hoy, la naturaleza humana ha sido infiel a la bajeza de su inherente mezquindad y ha permitido trocar el rojo de la sangre que empapa las tierras de África, por el increíble color azul con el que parecen vestirse, al atardecer, las colinas cuyas sombras cuelgan sobre la costa del océano Índico, allá en el sureste de la provincia Oriental del Cabo.    

Aquel negro, nacido en Mvezo, un pueblito del Transkei sudafricano, en Julio de 1918; perseguido, atormentado y encarcelado durante 27 años por ser fiel a sus convicciones, cambiaría su país, África y, con ella, nuestro mundo todo. Nada es igual después de él. Y, en el continente más hermoso y sorprendente del Planeta, la libertad llegó a donde nunca se la conoció. Hoy, a sus 95 años menos 18 días, mientras vamos irremediablemente perdiendo la vista de su figura, enjuta y adusta, consumida por una vida durísima, heroica y ejemplar, es momento, para todos los que creemos en la inviabilidad de la existencia sin libertad, de rendir cabal homenaje a un hombre irrepetible. El mejor modo de hacerlo podría ser imponiéndonos el compromiso firme de, al menos una vez por cada año que estuvo encerrado –27–,  rectificar una decisión de manera que evitemos avasallar, con nuestra actitud, la libertad del prójimo. Es difícil, pro Mandela nos ha demostrado, ha demostrado al mundo, que no hay historias imposibles cuando la decisión es firme y recia la voluntad.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios