Jerez

Perdidos

Por una vez, abandono las cosas materiales para buscar otras nuevas. Son también materiales, en el fondo. En verdad, un viaje es esto. Un viaje es abandonar cosas y sustituirlas por otras, menos gastadas. Es un huir de una parte de lo que somos, que suele ser nuestra parte más llamativa, la más pública, la más conocida por los conocidos, la más trillada -agropecuariamente hablando.

Las cosas materiales, las que tocamos y miramos, no pueden sustituirse por cosas espirituales. El espíritu puede elevarlas, pero no por ello se transforman, no dejan de ser materiales. Es su cariz extraordinario, su excepcionalidad, el no ser habituales, sino extrañas a nuestra rutina, lo que nos hace exaltarlas, encumbrarlas hasta un lugar que quizás no merecen. En realidad, un viaje es una mentira placentera y consentida. Nos llevan a otorgarle importancia, posiblemente, a aquellas cosas que no la poseen.

En realidad, la rutina nos hace seres de costumbres. De la misma manera que el hombre está licuado, quiero decir, que es agua en un setenta por ciento, el hombre está hecho de rutina, al menos, en un noventa por ciento. Las costumbres acaban por caracterizarnos, por colonizarnos, por convertirnos a sus creencias, por alfabetizarnos en su propia lengua, por borrar aquella parte de nosotros que nadie ve, ni siquiera nosotros mismos. Se vale del tiempo, del trabajo, de la hipoteca, de la familia, de las obligaciones diarias. La vida que vivimos se nos impone, o uno se la impone, día a día y a diario. Pero siempre queda un resto, un recodo, un espacio frágil, accidental, instantáneo, que se abre a la luz en los viajes.

Un viaje es la disco que frecuenta una drac cuin sin plataformas, que se maquilla sólo dos o tres veces al año. Un viaje es cambiarnos por la vida de otra persona, por la de nuestro yo oculto, por unos días, por un período corto. Es no querer encontrarse, un olvidarse de sí. Un viaje es cuestión de uno, a lo sumo de dos. Es un puro acto de individualismo. No puede contener visitas guiadas con banderitas, ni menús turísticos, ni excursiones en grupo, ni camarotes en lata, ni medias pensiones, si no se quiere correr el peligro de caer en la vulgaridad y de depender del Peloponeso. Un viaje es perderse en una compañía no superior a la unidad. Es perderse en el campo y en las piedras de las catedrales, y entre el gentío de los mercados, y en las tiendas de alta costura italiana. Es perderse en unos ojos verdes y sin plano de carreteras. Es probar un vino rojo en una pequeña bodega de Carmignano. Es ver el ritual del maquillaje, de la belleza, por la mañana. Es observar, en la habitación de hotel, un desfile femenino e indeciso de conjuntos, sin pensar en el trabajo, aplacado, disciplinado, en calma. Es correr para no perder un avión (de ida). Es cenar en Artimino, ese pueblo etrusco sin habitantes apenas, casi deshabitado, en la colina de la Toscana donde los Médici levantaron su residencia de primavera.

Un viaje es una farsa, un sueño calderoniano que, además, endulza el recuerdo. Al final, si se piensa, un viaje es una rutina en sí misma, y viajar, ese huir intermitente de nuestras propias costumbres, de lo que somos, es también rutina, de otra clase -más corta y alegre, más reveladora y sabática, más etílica, más cara.

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