tierra de nadie

Lo que no puede ser

Lo que no puede ser

Lo que no puede ser

Somos muchos, pero somos pocos. Las gentes se multiplican, las poblaciones crecen… las personas encogen, los espíritus menguan… Todo se globaliza, por encima de todo: la estupidez; todos quieren saber de todos, que no de todo; todos hablan -es un decir: chatean por cualquiera de las plataformas que pone a nuestro alcance Internet-; no dialogan, no intercambian opiniones, sólo hablan y hablan, cotorrean como loros parlanchines, sin escuchar lo que el interlocutor tuviera que decirles porque les da igual lo que el otro piense o diga, eso en absoluto importa. Sólo cuenta lo que 'yo' diga, importa, sobre todo, 'cuanto' diga; sí, por triste desgracia también la vulgar 'cantidad' es lo que prima en esta circunstancia. Las gentes no dialogan, escupen palabras; no razonan, se escuchan a sí mismas; no expresan sentimientos, ni confiesan pensares que les inquietan o alegran, no, sólo persiste el empeño en imponer sus banales argumentos a los del interlocutor al que no van a escuchar. Es una gran conjura de necios, un enorme pelotón de individuos embrutecidos por una incultura galopante que sólo sirve a quien nos gobierna; porque a mayor incultura menor capacidad de exigencia; a más borregos, menos personas; a más desconocimiento menos pensantes. Lo que hoy se entiende por 'conversación' no va más allá del patético monólogo de individuos mono neuronales para consigo mismos.

No, no es la religión el opio del pueblo, como dijo Marx; el opio del pueblo es la incultura; el opio, y el 'éxtasis' y la cocaína y la heroína también; la incultura, y todo el mugrerío que ésta arrastra consigo: desconsideración global, falta de ética y moral, ignorancia absoluta de educación, brutalidad emocional, absentismo en lo respetuoso, elogio de lo cutre, banalidad extrema, encumbramiento de lo cateto, chabacanería exacerbada, racismo, nacionalismos, desprecio por la Historia…

Hoy, aquí y allá, sólo cuenta lo externo. Se valora, sólo, lo que se ve; importa lo que parece, no lo que se es. Y esto no es una cuestión banal, ni pasajera, ni siquiera circunstancial. La sociedad que, por la razón que sea, es capaz de empujar, llevar, y mantener a sus integrantes en un 'statu quo' en el que la escala de 'valores' haya degenerado hasta el punto de dar por válido lo que no vale, de aceptar lo inaceptable, de perdonar lo que no tiene perdón -ni siquiera 'perdón de Dios'-, de premiar lo mediocre, ensalzar lo vulgar y reconocer lo abyecto; cuando es eso lo que ocurre, y eso es lo que está sucediendo, la tragedia es inevitable. Hoy por hoy, nadie, sin una duda razonable, es capaz de adivinar hasta dónde nos va a llevar todo esto, ni tampoco cuándo llegaremos a ese nada deseable destino; lo que sí se puede decir, con razonable porcentaje de certeza, es que, de no cambiar las cosas, la debacle, global e irreversible, es del todo inevitable.

Cada vez que un político -salvo honrosas y escasísimas excepciones- llega al poder -al nivel de poder que sea-, en la medida de la repercusión que sus decisiones puedan alcanzar; siempre nos hablará de "lo que hay que hacer -es decir: lo que nos va a obligar a hacer; o sea: lo que nos va a quitar- para alcanzar la sociedad de bienestar, seguridad y prosperidad que todos ansiamos". Es la zanahoria -ya vieja y podrida, de tanto uso- que le vuelven a poner delante de los ojos al burro para que tire de la noria mientras da vueltas, hasta el infinito y más allá, hasta alcanzar lo que sólo el que le ha puesto la zanahoria sabe que nunca conseguirá. El jumento, no; el borrico seguirá dando vueltas tras lo que queda de zanahoria, mientras el que allí la colocó sigue llenando sus vasijas del agua, disfrazada de zanahoria, aquella por la que el pollino seguirá girando como un imbécil hasta morir de hambre, y de sed también…

La sociedad ilusionante que la política nos pretende vender para secuestrar los votos que valen poder, simplemente no existe; ni con unos ni con otros… ni con ningunos. Ni en el mejor de los casos, con todo a nuestro favor y casi nada en contra, seríamos capaces de alcanzar ese edén, por inexistente. Es nuestra condición, nuestra humana condición, la que hace de ese sueño un imposible. Se puede mejorar, todo y mucho, con eso deberíamos contentarnos. Lo contrario supone decepción, primero; frustración, después; melancolía, luego; angustia, más adelante; y, para concluir: sometimiento a un fatal destino, o sea: la desesperanza de abdicar la ilusión.

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