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Jerez y el otro regreso de las Tres Caídas

Sábado tarde noche. Bajo la férula del tiempo se descorcha el apósito de la nostalgia. A la altura de Peones y Luis de Ysasi alcanza mi ubicación la comitiva del traslado de regreso de las Sagradas Imágenes de la Hermandad de las Tres Caídas. Un niño de dos años y medio, abrazado a su Mickey de peluche, rompe el silencio con un jubiloso grito anunciador: ¡Ahí está el Señor! Y, como en una ensoñación oferente, me convierto o reconvierto en interino espectador de secuencias -e pluribus unum- cuyos fotogramas se suceden a salto de mata entre el color sepia de lo no vivido y la retrospectiva – el consumatum est- de la memoria propia. Asistí entonces a la metáfora del tempus fugit. Y en su granuloso tic-tac penetré aposta y a sabiendas del encandilamiento de esta abstracción que, por parafrasear a Ernesto Sábato en su obra ‘El túnel’, no necesitaba presentar “un extenso alegato justificatorio”.

Como en una rebujina de imágenes superpuestas fueron desfilando ante mí toda aquella amalgama de sincronías visuales tan pugnaces contra el expurgo de la amnesia local. Vi, sí, un taller antiguo, con pulmones de virutas y sinfonía de gubia, en la planta baja de la Plaza Mirabal -años de epifanía de la posguerra-, allí donde Ramón -de rostro níveo y luenga barba entrecana- esculpía -a susurros divinos- los Nazarenos que enseguida alcanzarían el primer escalafón en talones líderes de besómetros de la fe del pueblo.

Vi a las niñas Angustias y Ana María, las hijas de Diego, las chiquillas de ojos enormes como el alcance austral de sus inocencias, subiendo y bajando las escaleras de tan humilde morada para recalar en el desvencijado estudio del escultor – que para ellas era como un Noé abuelo y artista-. Vi a Chaveli, de bata salpicada por el fulgor de la inspiración, como un gladiador numantino contra la resistencia ya pueril del tronco de madera. Y el pose de la mano de José Moreno Alonso. Y el calco del pie de Diego García Rendón, fornido cofrade del Santo Crucifijo -penitente como los que viera Miguel de Mañara-.

Y vi a Pepe Abollo, su pelo blanquísimo repeinado hacia atrás y sus ojos saltones tras las gafas de ancha pasta negra y cristales de culo de botella, tan negado a sí mismo -hasta la extenuación- y tan entregado a la causa de su corporación y tan feliz en aquel cincuentenario de la Hermandad con bendición de Sala Capitular y jurisprudencia de Diego Romero en la bonhomía de la vara dorada. Y vi la disciplina organizativa de Manolo Giménez, otro Hermano Mayor histórico cuyo legado me retrotrae a versos de Luis Cernuda: “La verdad de mí mismo,/ que no se llama gloria, fortuna o ambición,/ sino amor…”.

Vi al pregonero y otrora Teniente Hermano Mayor Francisco Almagro Castro y vi a Antonio Gutiérrez Gil, el barbero grandullón y risueño, de la pandilla de amiguetes leales del barrio de San Pedro de los años de la Transición, léase almacén de Paulino en época de la Peña los 15 y dícese dirigente cofrade de omnipresencia, como un discípulo inamovible cada Primer Viernes de Marzo de los memoriales intangibles de nuestras cofradías.

Y vi al restaurador del Señor, Paco Bazán, dormido en la eternidad de un ataúd que a hombros abandonaba San Lucas -llantos de carne en derredor- a los sones de la marcha fúnebre de Chopin. Y vi a Fernando Casas Morán saltando del rezo a su Virgen de los Dolores a las cabeceras del lecho del dolor del hospital de Jerez como hombre que sí supo acompañar a todos los enfermos de la ciudad. En un repente regreso a la realidad de la comitiva que pasa… Como ya pasa y se aleja el Señor Caído mientras un niño de dos años y medio, olvidando ahora su peluche, comienza a lloriquear en un lamento escueto y trascendido: “El Señor se ha ido, el Señor ya se ha ido”.

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