La violonchelista vallisoletana Beatriz Blanco y el pianista turinés Federico Bosco han trazado una ruta inquietante en torno a los años de la Gran Guerra por la que se pasea en todo momento un Anton Webern que, salvo en sus juveniles piezas de 1899, parece contradecir con su estilo anguloso, aforístico y agresivo lo que en Hindemith hay de afirmativo y de verboso o en Nadia Boulanger de refinado y ensimismado soliloquio con vistas a un pasado que completa la Sonata de Debussy, obra de un Clasicismo (¡aunque el arranque es casi barroco!) que se avergüenza de serlo (y por eso las discontinuidades, los temas apenas insinuados), pero que plantea a su vez preguntas al oyente sobre la disonancia y su belicosa función en la música moderna.
¿Y el amor?, se dirá. Por todas partes. La guerra es sólo el paréntesis entre la insinuante Mañana de Strauss y la Bella noche de Debussy a las que pone voz Lavannant-Linke. En el centro, Fauré nos habla con Las cunas de las despedidas inevitables, pero es el violonchelo quien toma ahora la palabra para convertir los versos fatídicos en un simple eco de su desventura.
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