Hector Berlioz | 150 años

Berlioz, el Atila francés

  • Se conmemora en 2019 el 150 aniversario de la muerte del compositor francés Hector Berlioz, figura esencial del Romanticismo europeo, clave en la evolución de la orquesta contemporánea

Hector Berlioz fotografiado por Pierre Petit en 1863

Hector Berlioz fotografiado por Pierre Petit en 1863 / D. S.

El suyo es un caso singular. Un compositor romántico que no tocaba el piano. Un talento formado tardíamente convertido en uno de los más importantes forjadores de la orquesta contemporánea. Un enamorado de Beethoven que transformó radicalmente el sentido del género sinfónico. Un operista de genio que fracasó una y otra vez en los teatros líricos. A los 150 años de su muerte, Hector Berlioz (La Côte-Saint-André, 1803 – París, 1869) se alza como una de las máximas figuras de la música francesa de todos los tiempos, pese a lo cual parece necesaria aún la reivindicación de su obra, pues más allá de su celebérrima Sinfonía fantástica, no es el nombre de Berlioz demasiado popular ni en los ciclos de conciertos ni en los cartelones de los coliseos de ópera.

En su pequeña localidad natal, no lejos de las estribaciones alpinas, tuvo Berlioz una somera y claramente insuficiente formación musical. Pero en 1821, ya con 18 años, escuchó en París Ifigenia en Táuride de Gluck y quedó conmocionado. Esa noche decidió que costara lo que costara se dedicaría a la música. Le costó durante algún tiempo el afecto de su familia y parte de la asignación con la que su padre lo había mandado a la capital a estudiar medicina. Pero consiguió llegar al Conservatorio parisino, que entonces dirigía Cherubini (con el que tendría más de un roce) para estudiar composición con Jean-François Lesueur y contrapunto y fuga con Anton Reicha, músicos ya muy serios.

El 5 de diciembre de 1830 Berlioz estrena en el Conservatorio su Sinfonía fantástica en un ambiente de fervorosa exaltación entre un pequeño círculo de admiradores, que desde esa misma noche contará con Liszt. Berlioz ha tenido tiempo ya de editar una primera obra (Ocho escenas de Fausto) y de ganar el premio de Roma. Su estancia de quince meses en Villa Médici fue más pródiga en aventuras personales que en logros artísticos, pero cuando vuelve a París y en diciembre de 1832 reestrena la Sinfonía fantástica con el añadido de Lelio, hay ya un círculo de notables expectantes: en aquel concierto se reúnen Hugo, Dumas, Chopin, Paganini, Heine, Sand, Gautier

Hay que pararse en esta obra genial, porque supone un verdadero rediseño de la sinfonía y de la propia orquesta, del que en realidad no se sacarán todas sus consecuencias hasta el siglo XX. Berlioz admira a Beethoven, pero da un paso más allá. Unifica los cinco movimientos de su obra con una idea fija que la recorre. Crea un programa para ella. Bajo la fuerte influencia del Fausto de Goethe, el compositor sublima a través de la música su pasión amorosa por la actriz irlandesa Harriet Smithson, de la que había quedado prendado cuando en 1827 visitó París para hacer de Ofelia y de Julieta. Pero, lo más importante, todo eso lo hace revolucionando la plantilla orquestal.

Casi 130 músicos requirió Berlioz para la interpretación de su obra. Añade instrumentos que eran ya habituales en los fosos operísticos pero no en la música sinfónica (arpas, campanas), extiende la sonoridad de las maderas utilizando oboes y clarinetes en distintas tesituras, reúne hasta cuatro conjuntos de timbales, da un nuevo papel al metal, cuya distribución y tesituras también amplía con cornetas de pistones y oficleidos, y escribe numerosas partes con cuerdas divididas. El resultado es una obra que descolocó a los clásicos y entusiasmó a los audaces. Berlioz se ganó justa fama de transgresor. “Ese dionisíaco furioso, ese terror de los filisteos”, escribió de él Schumann.

Esta experimentación con la tímbrica marcará el fuerte colorido de toda su música, que se apoya también en el uso del cromatismo, un cromatismo puramente expresivo, no funcional, apoyado en la armonía de Gluck y de Beethoven, no en la escuela de Wagner. La experimentación con la forma lo conducirá a crear especies de híbridos entre sinfonías y óperas, que quedan definidos por su peso dramático y las innovaciones ya comentadas en el terreno tímbrico.

En 1833, Berlioz conocerá finalmente a Harriet, se casará, tendrá un hijo con ella, aunque la relación acabará deteriorándose rápido. De cualquier forma, su nueva situación personal le exige más ingresos. Se hace crítico. Lo que lamenta profundamente. Pero la historia de la música gana a uno de los escritores más agudos y perspicaces, un juicio que confirman sus excitantes Memorias. Paganini, el gran virtuoso del violín, le ha comisionado una obra. Será Harold en Italia, que se presenta en 1834 como sinfonía, una nueva vuelta de tuerca al género, pues la obra incluye una viola que aun sin llegar al papel solístico típico de los conciertos, tiene un protagonismo destacado.

Berlioz se queja del trato oficial que le impide acceder a puestos laborales en el Conservatorio. Pero en 1837 recibe un importante encargo del estado (será su monumental Réquiem) y luego en 1840 otro encargo oficial, una Sinfonía fúnebre y triunfal, partitura para una gran banda militar, que probablemente Berlioz escribió a partir de borradores anteriores, pero en 1842 aún estaba dándole vueltas a la obra, a la que añadió partes para cuerdas y un coro. Entre medias (1839), ha estrenado otra sinfonía, la más exitosa de todas, Romeo y Julieta, subtitulada sinfonía dramática. En 1838, la primera ópera de Berlioz (Benvenuto Cellini) había sido un fracaso rotundo, y eso lo llevó a escribir esta obra que puede considerarse casi una fusión de la sinfonía con la ópera, ya que en ella el drama se expresa fundamentalmente en las partes instrumentales, mientras las voces solistas y los coros conducen una narración si se quiere más convencional.

Berlioz fotografiado por Nadar Berlioz fotografiado por Nadar

Berlioz fotografiado por Nadar / D. S.

En los años 40, Berlioz inicia una importante carrera de director fuera de Francia. En 1846 trata de repetir el éxito de Romeo y Julieta con una obra de construcción similar, pero La condenación de Fausto fracasa con estrépito. El compositor se había implicado de tal forma en la obra que incluso su economía se ve gravemente afectada. Mientras, en Londres, donde triunfa como director, Benvenuto Cellini vuelve a ser rechazada. En los 50, el ritmo de composición se reduce, y Berlioz sólo estrena dos obras importantes, el Te Deum y el oratorio La infancia de Cristo, aunque en 1856 publica también la versión orquestal de Les nuits d’été, un ciclo de canciones sobre poemas de Téophile Gautier escrito originalmente en 1841 y fundamental en el desarrollo de la mélodie francesa.

El último gran proyecto de su vida fue Los troyanos, una gran ópera en cinco actos escrita entre 1856 y 1858 de la que sólo se estrenó su segunda parte en París en 1863. La ópera completa se vio por primera vez en Karlsruhe en 1890, pero en dos noches sucesivas. Hubo que esperar a 1957 para ver una producción casi completa: fue en el Covent Garden, con dirección musical de Rafael Kubelík. En 1969 Colin Davis ofreció al fin la versión íntegra a partir de una edición crítica de la obra, sin duda una de las mayores creaciones de la lírica francesa, por fortuna, hoy en pleno proceso de reivindicación. Aunque el coste de su producción retrae habitualmente a los teatros, en 2009 pudo verse en Valencia en lo que fue su estreno en España. Paralelamente a Los troyanos Berlioz trabajó en otra ópera, una comedia basada en Shakespeare que tenía en mente desde los años 30, Beatriz y Benedicto, que se estrenaría en 1862 en Baden Baden con notable éxito. Hoy se representa poco, a pesar de que es una ópera magnífica, con pasajes por completo memorables. Urge una revisión al alza del Berlioz operista.

Fallecida su segunda esposa (la cantante española Marie Recio) en 1862, Berlioz se reencuentra con un amor idealizado de la infancia, Estelle Duboeuf, seis años mayor que él. Estelle admite el juego de intercambios postales y algún que otro encuentro, pero no pasa de ahí. Decepcionado, Berlioz se embarca en una última gira por Rusia de la que vuelve exhausto en febrero de 1868. En los meses siguientes, dos ictus lo dejan impedido en su casa parisina, en la que acaba muriendo el 8 de marzo de 1869. Aquel que se postuló un día como un “Atila, llegado para devastar el mundo musical” acabó derrotado por el desamor y las venas de su cerebro, pero las pisadas de su caballo aún resuenan en las paredes de la academia.

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